Mongabay Latam recorrió los 38 kilómetros del río Cenepa, cerca de la frontera con Ecuador, donde las dragas para la extracción de oro operan día y noche. Las operaciones mineras han sitiado a siete comunidades nativas awajún.La incesante actividad minera ha convertido los territorios awajún en sectores de población amenazada y explotada laboral y sexualmente. Mientras tanto, la destrucción ambiental sigue un curso hasta ahora incontrolable.La policía y líderes defensores ambientales realizaron una interdicción a inicios de mes, pero por la falta de un control permanente en las zonas de explotación aluvial las balsas mineras han vuelto a dominar la cuenca fronteriza. Empapado hasta los muslos, agazapado al final de la chalupa en marcha que corta el caudal vertiginoso, el conductor alza las manos y grita una advertencia: “No más fotos, nos están viendo”. Sobre la margen izquierda del río Cenepa, rugen los motores incrustados en balsas con techos de plástico y desde las cuales unos enormes tubos de aspiración penetran hasta el fondo del cauce. Son al menos ocho dragas en las que grupos de entre 15 y 20 mineros ilegales extraen oro, día y noche, a orillas de la comunidad nativa Pagki, en la selva peruana. Estamos casi en el punto medio de los 38 kilómetros del río que lleva el nombre de la jurisdicción que atraviesa (El Cenepa) hasta la frontera con Ecuador. No es el sector que concentra más dragas en toda la cuenca, pero sí el más peligroso. “Ni siquiera traten de mirarlos, solo debemos pasar muy rápido”. Esas son las instrucciones. La tonalidad verdosa del río cambia a un ocre intenso del lado en que las balsas traquetean. Con el cuerpo hundido hasta la mitad, un hombre parece dirigir con apuro la operación de una de las dragas. Nada, agita los brazos y hace señales de aprobación a otro que está al pie de una rampa artesanal instalada en la carcomida ribera de Pagki. Todo lo succionado desde el fondo del río va a parar a estructuras como esta, donde una alfombra recibe las piedras y el lodo que después serán procesados para sacar las partículas de oro. Pero para seleccionar y amasar el metal en polvo, los ilegales utilizan altas dosis de mercurio, un metal pesado que contamina el Cenepa sin tregua y le imprime un aspecto pantanoso en varios tramos. El procedimiento se repite en todos los puntos de la orilla donde las balsas han sido colocadas. Desde algún lugar de este foco de devastación, un ‘peque peque’ (canoa a motor) con tres mineros a bordo parte en aparente persecución nuestra. Hemos seguido las pautas del piloto con rigor, pero está claro que surcamos una zona dominada por el delito. “Hay un grupo armado que siempre vigila”, exclama el motorista sin quitar la mirada del frente. Mientras acelera, esquiva islas rocosas y las deformaciones que la continua extracción de oro ha dejado en el centro del cauce. Unos 60 metros de río separan las dos embarcaciones en carrera. Lo que consigue despistar al ‘peque peque’, paradójicamente, es un nuevo conjunto de dragas que operan en los bordes y al medio de esta parte del Cenepa correspondiente a la comunidad nativa San Antonio. Veinticuatro balsas dispersas despiden un sonido atronador. Y cada una encierra un pequeño submundo: mineros al mando de niños inmersos en la faena y de mujeres (algunas adolescentes) encargadas de cocinar o lavarles la ropa. “Son explotados y no pueden salir de ahí. Los mineros duermen por ratos en las balsas y sacan oro hasta de madrugada”, señala un dirigente awajún, cuando el conductor baja la velocidad y los rostros insolados de los menores transcurren como en cámara lenta.