- En el Guaviare, en la Amazonía colombiana, cientos de familias campesinas que alguna vez tumbaron el bosque para sobrevivir, hoy le apuestan al cuidado de uno de los ecosistemas más deforestados del país. Esta es la historia de cómo en este lugar, donde la coca y el ganado transformaron la selva en potreros, se está forjando una nueva relación entre las comunidades y la naturaleza.
- Los proyectos de forestería comunitaria buscan el aprovechamiento sostenible de los bosques para que la gente viva de lo que produce la tierra sin acabar con los ecosistemas. La Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS) trabaja en la actualidad con 364 familias del departamento.
- Hasta el momento algunos de los resultados tangibles son la consolidación de 191 iniciativas de bosques productivos, la construcción de cerca de 90 kilómetros de corredores boscosos que unen parches de selva separados por potreros y la obtención de dos permisos de aprovechamiento de seje y asaí que permitirán conservar 8000 hectáreas de bosque.
El paisaje parece repetirse en el Guaviare. En este departamento colombiano, ubicado en el suroriente del país, en la frontera norte de la Amazonía, la vista se alterna entre parches de selva exuberante y gigantescos potreros yermos donde las vacas pastan sin tener la opción de arrimarse a una sombra que las proteja del sol. Aquí, solo para mencionar datos recientes, entre 2021 y 2022 más de 40 000 hectáreas de bosque fueron arrasadas, según los datos oficiales del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam). Justo en medio de esta devastación, cientos de campesinos están encontrando la forma de vivir de su entorno sin destruirlo, a través de proyectos de forestería comunitaria.
La idea subyacente del también llamado manejo forestal comunitario es simple, busca que las personas que viven en zonas de bosque en pie lo cuiden, al tiempo que sacan provecho económico de los productos que les ofrece. También pretende construir o reforzar modelos asociativos para que las comunidades se organicen y reciban los beneficios de forma colectiva.
Llevar a la práctica lo que suena tan sencillo en el papel es un reto monumental que impone la superación de varios obstáculos. El principal, involucrar a campesinos y colonos para quienes el acto de conservar la naturaleza choca, en muchas ocasiones, con sus necesidades más apremiantes de supervivencia; convencerlos de que hacer las dos cosas al mismo tiempo es posible, aunque toda la historia previa parezca demostrar lo contrario.

Revertir décadas de “tumbar selva”
“Yo también tumbé”. Esas tres palabras o variaciones de ellas se escuchan por todo el Guaviare en boca de quienes hoy tratan de proteger lo que antes deforestaron. Todas las historias difieren, pero al final, como los paisajes, parecen repetirse. En ellas están algunas de las claves que han provocado un cambio tan drástico en un ecosistema vital que enlaza la región Andina colombiana con la Amazonía. Estas historias suelen abarcar dos o tres generaciones y son de personas cuyas familias llegaron desde diferentes lugares del país huyendo de la violencia, la pobreza o ambas. Empujadas a los márgenes de las fronteras agrícolas, comenzaron a colonizar territorios baldíos —tumbando una selva que se antojaba infinita y amenazante— para cultivar, meter sus “vaquitas”, trabajar en haciendas, dedicarse a la caza, la minería o la coca. En una palabra, subsistir. Se dejaron la piel abriéndose camino en tierras prácticamente vírgenes y desconectados del Estado, cuyas reformas agrarias para regularizar el uso y tenencia de la tierra nunca han llegado a materializarse del todo y, cuando han operado, lo han hecho en beneficio de grandes latifundistas.
—Al Guaviare vine en 1982, en el tiempo de la coca. Llegué cuando había plata, buscando un futuro. A eso se vino uno a estas tierras nuevas, a buscar un futuro, a emprender un nuevo camino, pegándole un susto a la pobreza. Muchos se vinieron y muchos se murieron. Otros tuvieron dinero y terminaron pobres. Otros la lograron, hicieron plata. —dice Reinaldo Beltrán, 68 años.
En momentos, las palabras de Reinaldo se atropellan unas con otras y las historias siguen rumbos inesperados para volver a retomar el hilo de una conversación salpicada de todo tipo de anécdotas de sus 41 años viviendo acá. Estamos en su finca en la vereda El Paraíso, del corregimiento de El Capricho, a dos horas y media en camioneta desde San José (la capital del departamento), a través de intrincadas trochas de grava y tierra.
—Cuando llegó a esta finca, ¿de qué vivía?
—Acá seguimos con la coca, seguimos tumbando selva, haciendo potreros para poder tener las vaquitas.
—¿Ahora cómo se gana la vida?
—De la leche, tengo un promedio de 18, 20 vaquitas. Además, uno vende el novillito, vende el marranito… Acá ya no hay coca, el que tiene, tiene por ahí unas maticas, porque es un problema venderla.
—¿Cuántas hectáreas tiene su finca?
—Esto eran 600 hectáreas, ¡una parcelita! —dice y se ríe de su propio chiste, pues sabe que esa cantidad de tierra es difícil incluso de imaginar para alguien de ciudad— Pero para tener 600 hectáreas hay que tener plata, así que yo vendí. Ahora me quedan 240.

Reinaldo, que ha pasado la mayor parte de su vida en la selva, está empezando a tener una nueva relación con ella. Los proyectos de forestería comunitaria le han mostrado que hay otras opciones, así no sean inmediatas: “Aquí llegó la forestería comunitaria a darnos las buenas enseñanzas, a explicarnos cuál es el aprovechamiento. Que hay una pepa en la selva que se llama seje, que hay otra palma que se llama moriche, otra que se llama asaí, y que de ahí vamos a sacar productos”.
—¿Para usted qué es la selva?
—Es como el oxígeno. En este momento vea, usted se mete debajo de un árbol y está fresco, eso es vida. Si destruimos el monte, ¿dónde nos vamos a meter?
Restaurar bosques y comunidades
La selva amazónica se extiende oscura y misteriosa detrás de los pastizales del Guaviare. Como si se tratara de una primera línea de resistencia, ceibas (Ceiba pentandra), yarumos (Cecropia peltata), cedros (Cedrela odorata) , abarcos (Cariniana pyriformis), moriches (Mauritia flexuosa), sejes (Oenocarpus bataua), asaís (Euterpe precatoria) y otras muchas especies de árboles se alzan imponentes como un muro infranqueable que, sin embargo, ha caído y seguirá cayendo al ritmo de las motosierras y las quemas. Contadas en años, las vidas de esos árboles suman cientos de siglos de liberación de oxígeno y captación de gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono. También reciclan millones de partículas de agua que luego caen en forma de lluvia acá o lugares tan distantes como Bogotá o Buenos Aires, a través de los llamados ríos voladores.
La comunidad científica no está de acuerdo sobre en qué momento la selva amazónica alcanzará el punto de no retorno en el que dejará de prestar sus servicios ecosistémicos, pero algunos estudios, como el que publicaron en 2018 los investigadores Carlos Nobre y Thomas Lovejoy, sugieren que podría llegar en unos 15 años, cuando se deforeste entre el 20 % y el 25 % de este bosque. En los últimos 50 años, se ha talado el 18 %.
En Colombia, país que posee 47.6 millones de hectáreas de selva amazónica, el 65 % de la deforestación se concentra en el llamado “Arco de deforestación amazónico”, que comprende áreas de los departamentos de Putumayo, Caquetá, Meta y Guaviare. En el arco confluyen varias causas que hacen que el fenómeno sea tan difícil de contrarrestar, entre ellos el acaparamiento de tierras, la minería, la tala ilegal, la ganadería extensiva, los cultivos de uso ilícito, el aumento de la frontera agrícola y la construcción o ampliación no planificada de vías. El conflicto armado y la presencia de diferentes actores ilegales completan el cuadro.

Justo en Guaviare y Caquetá, departamentos del arco que suelen liderar las cifras de los más deforestados, los proyectos de forestería comunitaria están empezando a tener resultados esperanzadores.
En Bogotá, en las oficinas de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), Emilio Rodríguez, un exfuncionario de Parques Nacionales y quien hoy coordina los programas de forestería comunitaria en la organización, señala un gran mapa satelital sobre la pared donde puede verse la evolución de la deforestación. “Este mapa ya tiene sus añitos, pero todo esto que se ve café era bosque y ahora son potreros con ganado”, dice señalando puntos al norte de la Amazonía, entre los departamentos de Caquetá y Guaviare. “Entonces la forestería comunitaria es el manejo forestal con la gente que está asentada en esas zonas para protegerlas a largo plazo y para, en estos casos, recuperarlas, porque muchas ya están muy transformadas”, asegura.
A comienzos de este año, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de Colombia anunció que en 2022 la deforestación se redujo en todos los departamentos del arco con respecto al año anterior (Putumayo -15 %, Caquetá -50 %, Meta -34 % y Guaviare -37 %). Según el informe oficial, 45 490 hectáreas menos que en 2021. Entre las causas de esta reducción están la prolongación de la temporada de lluvias, que atenuó las quemas, o la prohibición expresa de no deforestar por parte de grupos armados ilegales que controlan el territorio. Pero cuando presentó las cifras, el gobierno también mencionó “los acuerdos sociales de conservación y forestería con las comunidades” entre los factores que impulsaron la disminución.
La buena noticia fue dada con cautela, pues se trata de cifras muy variables que no permiten establecer tendencias. En noviembre, por ejemplo, las alertas tempranas del Ideam mostraron que la deforestación en Guaviare se incrementó un 124 % entre julio y septiembre de 2023, en comparación con los mismos meses en 2022. Aunque preliminar, la cifra es un recordatorio de que la lucha contra la deforestación es un camino lleno de dificultades que deben atacarse desde diferentes frentes.
Si bien los campesinos no hacen parte del grupo de los grandes deforestadores —pues según ellos mismos explican hay que tener dinero para deforestar a gran escala—, la irrupción de la forestería comunitaria es una de las mayores apuestas para enfrentar el problema y contener la expansión de las fronteras agrícolas.