- Un indígena de la etnia tucano mezcla conocimientos ancestrales con la ciencia occidental para ayudar a que estos insectos polinizadores sobrevivan a los embates de la selva. Las abejas, a cambio, traen miel, turismo y árboles florecidos.
- La naciente Asomegua (Asociación de Meliponicultores del Guainía), es el resultado de una década de observación de abejas en La Ceiba, una comunidad a orillas del río Inírida y cercana al cerro de Mavicure.
Hace nueve años, Delio de Jesús Suárez Gómez hizo un pacto con las abejas silvestres del Guainía. No era un trato fácil de llevar a cabo porque ni ellas ni él se conocían lo suficiente. La relación era tensa. Cuando se encontraban en los caminos vírgenes del bosque preferían no determinarse: ellas se quedaban en sus colmenas a la retaguardia, en posición defensiva listas para atacar, mientras él intentaba seguir de largo evitando rasgar la escurridiza calma del bosque que las cobijaba.
Por razones asombrosas de la naturaleza, el hombre les propuso a las abejas una suerte de alianza que a los citadinos que van de visita al Guainía les cuesta comprender. Se comprometió a defenderlas de los enemigos de la jungla, como hormigas o abejas nómadas, que suelen llegar a invadir las colmenas durante las noches. Ellas, como contraprestación, le darían miel, un propósito más de vida a la comunidad y un impulso para sus alimentos y frutos.
Que hasta hoy el pacto esté funcionando a la perfección no quiere decir que el camino haya estado plagado de rosas. Aunque sí de flores con abundante polen. Para que las abejas llegaran, Delio Suárez tuvo que sembrar árboles silvestres que dieran capullos con los que ellas se pudieran alimentar. El proceso de polinización ha hecho de La Ceiba un jardín de mantecos (Myrsine guianensis), sassafras (Aniba perutilis), cocos de mono (Lecythis ollaria) y reventillos (Alchornea triplinervia). Flores amarillas, fucsias, moradas y blancas se mantienen con buen semblante durante largas temporadas del año como si las abejas hubiesen venido a colorear los días tediosos de este lugar de Colombia donde el sol alumbra con crueldad en épocas de verano.
La negociación entre el humano y estos animalitos ha sido un proceso de conocimiento mutuo, de experimentación, de ensayo y error, de método científico y saberes milenarios, más que una fábula de la selva. Solo así ha podido funcionar.
En parte porque las especies de abejas que habitan la Amazonía son complejas: tienen sus propias luchas internas y conflictos con insectos invasores —como hormigas o abejas nómadas—, sus formas de comunicarse, de enviar mensajes, de organizarse, de trabajar. Y hay que estar dispuesto a respetar los tiempos y las reglas de un mundo jerárquico y sorprendente que gira en torno a una complicada sociedad que transcurre dentro de una colmena, y de la que hacen parte una abeja reina, miles de obreras y un número similar de zánganos.
La tierra donde se unieron un tucano y una puinave
Delio de Jesús Suárez Gómez es un indígena de la etnia tucano de 58 años que por fortuna entiende los misterios de la madre tierra. Nació en un pueblo llamado Monfort, un pequeño caserío del departamento del Vaupés, en la frontera con Brasil y que no aparece reseñado en Wikipedia. No tiene recuerdos de su pueblo natal porque con seis meses de nacido lo trajeron en brazos a esta comunidad del Guainía, conocida como La Ceiba, no muy alejada de Puerto Inírida, la capital del departamento. El trayecto en bote entre ambos puntos dura treinta minutos.
Suárez Gómez creció, se hizo líder comunitario y conoció a Silvia Pérez, su esposa y madre de sus cinco hijos. Ella, dice el hombre muerto de la risa mientras la mira de reojo, era nada menos que la famosa princesa Inírida de la que habla la leyenda. En La Ceiba la vino a encontrar. Silvia es indígena puinave, proveniente de un poblado que lleva por nombre Caño Bocón, y que pertenece al corregimiento de Barranco Tigre, de Puerto Inírida.
En sus comienzos el matrimonio tuvo serios problemas de comunicación. Aunque ambos hablaban castellano, en sus propias familias usaban la lengua indígena: en la del hombre, el tucano; en la de la mujer, el puinave. Cuando ella se molestaba con su esposo por algún motivo cotidiano, le hacía los reclamos en puinave para que él no entendiera la dimensión de sus palabras. Él le respondía con frases en tucano para pagarle con la misma moneda. El problema, cuenta la mujer ahora en medio de una carcajada, es que con el tiempo ambos fueron comprendiendo el idioma del otro.
—¡Yo ya no lo regaño en puinave porque me entiende todo!—dice ella mientras saborea un tinto (café) en la cocina de su casa. Un poco más en serio, Silvia Pérez se duele de que las lenguas nativas ahora no se usen ni para regañar al marido. Sus hijos no las aprendieron porque les era más útil defenderse en español, sobre todo para poder estudiar.
Delio Suárez y Silvia Pérez conforman una de las 57 familias que oficialmente están censadas en esta comunidad que se formó a orillas del río Inírida y en las que no solo conviven puinaves y tucanos; también hay parentelas de curripacos y cubeos. Aunque en el caserío solo quedan unas 30 familias, si se tiene en cuenta que las nuevas generaciones se han ido a las grandes ciudades a buscar oportunidades. Este es un lugar al que apenas hace un año llegó la electricidad. Dentro de los conucos o parcelas con los que cada casa cuenta, ahora hay instalado un panel solar que les provee esa luz que toda la vida les fue esquiva.
El difícil camino para sobrevivir
Antes de que llegara el boom de las abejas al asentamiento, en La Ceiba se vivía de la pesca, la actividad más importante, y se cultivaba lo necesario para el consumo del hogar. Yuca brava, piña, guama, marañón, limón, cacao, ají, era lo que más se daba. Pero no mucho más.
Aunque algunas otras familias se han dedicado a las artesanías, venderlas no siempre ha sido fácil. Hace una década no llegaban tantos turistas al Guainía. Las cestas, canastos, aretes y manillas hechas con fibra de palma de chiquichi se quedaban acumulando polvo en las casas.