Alis Ramírez sufrió durante tres meses las consecuencias de haber recibido ese veneno sobre ella. “Yo ya sabía que ese glifosato cuando lo rociaban se entraba por las ventanas, por las puertas. Cada vez que pasaban las avionetas todo quedaba oscuro, era como una neblina espesa, se veía como cuando hay un derrame de petróleo en el agua. Yo creo que ese es uno de los crímenes más duros que existen no sólo contra el ser humano, sino contra la biodiversidad. Es que con el glifosato no sufrimos sólo nosotros. Y digo nosotros porque somos los que hablamos, pero cada rociada de ese veneno lo mata todo, incluida la fauna y la flora”.

Lo paradójico, aunque Alis Ramírez habla del tema de frente, pero muy seria, es que poco tiempo después ella y su esposo tuvieron 12 hectáreas de hoja de coca en San José del Fragua. ”Cuando regresamos a Caquetá y compramos la tierrita yo me quedé sin trabajar y Belisario Ortega —su pareja— salió con que la solución era sembrar coca”.

Eso fue en 2001. “Yo le fui cogiendo cada vez más antipatía a eso porque usted no me lo está preguntando, pero cuando llegaba la cosecha mi esposo se ‘mataba’ trabajando, y luego no le quedaba ni para comprarse unos calzoncillos. Ese trabajo es muy cruel, sólo beneficia a unos pocos, y casi nunca es uno, que es el más débil, el campesino”.

Convencerlo de “descontaminar la tierra” le tomó años y en la decisión final influyó que en 2008 la Vicaría del Sur, de la Arquidiócesis de Florencia, nombró a Alis Ramírez como facilitadora y ella comenzó a viajar por las comunidades de la zona. Gracias a ese trabajo, aprendió a construir huertas orgánicas y se obsesionó tanto con el tema que dos años después montó la suya donde antes estaba sembrada la coca.

Obligada a dejar la ceiba

La parcela de Alis Ramírez y Belisario Ortega está bañada por agua, la rodean el río Zabaleta y esa vieja quebrada feliz de la infancia. “Esa tierra es tan noble, tan fértil, que lo que sea que usted siembre, se lo entrega”, explica con emoción la lideresa. Antes de tener que desplazarse forzosamente a Ecuador, ambos cultivaron ahí chontaduro, espinaca, lechuga, cebolla y hasta un tipo de tubérculo al que le llamaban “papita aérea”. También tenían mandarina y cacao y habían comenzado a procesar miel y panela. Cuando llegó la tragedia del desarraigo, la finca era prácticamente autosostenible.

“De verdad que nos estábamos empoderando. Mi esposo ya sabía de memoria cuántas semillas de plantas teníamos, casi 300 variedades. Eso era algo muy bueno para nosotros, porque significaba tener a la mano lo que necesitábamos. Yo quería demostrarle a la comunidad que sí se puede, que la tierra es sagrada y por la falta de conocimiento le damos mal uso, pero tenemos que aprender a quererla y si la tratamos bien, nos sostiene”, asegura Alis Ramírez desde Wellington.

La parcela, ubicada en una vereda llamada La Primavera II de San José del Fragua, llegó a ser tan conocida en el pueblo que muy pronto comenzaron a visitarlos los vecinos, y luego incluso los que vivían más allá de las fronteras del departamento. También recibían a estudiantes de colegio y de la Universidad de la Amazonía.

Belisario Ortega bautizó a la finca como La Temblona y eso fue motivo de discusión porque ella quería que se llamara La Ceiba. Lo bueno es que quedó a nombre de ambos. “Esa es otra lucha que, como mujer, he podido ganar al lado de mi esposo. Él entiende que ambos tenemos los mismos derechos”.

Antes del desplazamiento forzoso, Alis Ramírez y su familia habían incluso salido beneficiados para que la Gobernación de Caquetá les diera una planta solar, tras una gestión que tomó casi cinco años. El sueño era convertir a la finca en un “ecosistema ambiental y de aprendizaje, donde se pudieran hacer senderos para enseñar a cultivar distintos alimentos y a proteger los recursos naturales”.

Pero el 7 de agosto de 2018, la fantasía se convirtió en pesadilla.

Las amenazas no eran nuevas. Como la de aquella vez en que unos mineros que extraían oro ilegalmente de un río, del que bebían agua los animales de La Ceiba, le dijeron que si seguía reclamando por el daño de esa fuente hídrica nadie más iba a volver a oírla. “A mí me cobijaba un miedo de los pies a la cabeza y así trabajaba, era algo que yo sentía siempre, pero aún así andaba por los pueblos, la gente no me dejaba sola. Me acompañaba. Y también trataba de cuidarme, cambiar todo el tiempo mis rutinas”.

Alis Ramírez explica, con algo de impotencia y de tristeza, que es muy difícil saber con precisión quién o quiénes la han amenazado a lo largo de los años.

“La amenaza de 2018, por la que tuve que salir del país, es bien confusa porque ya antes había recibido varias y tal vez ni yo misma sepa bien cómo ubicarla, no puedo decir con certeza quién está detrás porque son tantos los actores que violentan el territorio y a todos yo me he opuesto… desde las compañías que trabajan en el desarrollo de la minería legal hasta las minas ilegales, pasando por las grandes multinacionales que buscan petróleo y hasta por grupos armados como las disidencias de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). La verdad es que al protestar por el daño a nuestro entorno nos ganamos muchos enemigos. Eso es muy triste, muy duro”, relata.

Cuando Alis Ramírez cuenta qué ha pasado con su tierrita, se desata una tormenta de lágrimas al otro lado de la pantalla. “Voy a tratar… le voy a contar que desde que estoy aquí ignoro mi parcela, pensar en eso. Yo sé que tengo la necesidad de hacerlo, porque me lo había guardado y eso no es bueno. Pero no es fácil. Ese pedacito de tierra era mi armonía, sin ella no me siento completa”.

Antes de llegar a decir que todos los cultivos se perdieron, que la huerta orgánica murió hace tiempo, y que familiares y conocidos van de vez en cuando a cuidarla, pero ella pasa los días temiendo que alguien se la quite, antes de todo eso, Alis Ramírez da una larga vuelta para contar de su vida en Ecuador, el primer país al que viajó antes de terminar en Nueva Zelanda.

El día que su hermano le dijo que no volviera al pueblo porque la iban a matar, su esposo, que estaba en La Ceiba, comenzó a regalar sus pertenencias y quemó los libros que la defensora había acumulado en sus años de trabajo como docente. Nada de eso podrían llevarlo en el viaje forzado que debían emprender lo más pronto posible. Reunieron a sus hijos y la Defensoría del Pueblo y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) les ofrecieron sacarlos a ese país por vía aérea, pero Alis Ramírez prefirió hacer la travesía por tierra, para poder llevar “al menos una colchoneta y una estufa”. Algo que les diera una sensación parecida al hogar y que también pudiera serles útil.

En Ibarra mal vivieron siete meses, que para Ramírez han sido los peores de su vida. Fue allí donde una mañana, una camioneta 4×4 de vidrios oscuros interceptó a su hija menor, que tiene un título de tecnóloga ambiental y ha tratado de seguir los pasos de su madre, y dos hombres con armas largas le preguntaron si era la hija de Alis Ramírez y quisieron forzarla a subirse al vehículo. Se salvó de milagro por las personas que pasaban por la calle en ese momento.

De Ibarra salieron corriendo a Quito, pero lo que ganaban como vendedores ambulantes era inaudito y una organización internacional de ayuda a los refugiados, llamada HIAS, los reubicó en Cayambe, una ciudad a 2 830 metros de altura que para ellos, seres de la selva, era como llegar al hielo.

“Allá había cultivos de rosas y yo trabajé con las más espinosas, un tipo de rosa llamada Paloma, color rosado y color crema. Ese fue otro reto para mí: aprender a pulir la rosa y la vida en medio del dolor que sentía por haber tenido que abandonarlo todo y del trabajo con las espinas, y lograr que se sintieran suaves las rosas”.

En Ecuador, a Alis Ramírez le dio apendicitis y luego, en un cultivo de tomates, a ella y a su marido les robaron varios sueldos.

¿Qué sentido tiene la vida cuando lo has perdido todo y las nuevas puertas del camino te golpean con fuerza cada vez que tratas de abrirlas? Alis Ramírez pensó incluso en el suicidio.

Por eso, cuando la ACNUR le dijo que Nueva Zelanda les iba a dar la visa como refugiados, respiró tranquila por primera vez en mucho tiempo. No importaba que no supiera dónde quedaba esa nación desconocida ni que el viaje requiriera dos días y subirse a varios aviones.

Aterrizaron en Wellington el 30 de agosto de 2019.

“Lo primero que hice cuando me dieron el nombre del país fue tratar de averiguar por su naturaleza, por el paisaje. Quería estar segura de que no fuera algo catastrófico en el tema ambiental. Busqué si había ríos, porque me gusta sentirme rodeada de lo que solía rodearme en mi municipio”, cuenta con una sonrisa triste en la cara.

Aún en Nueva Zelanda, María Alis Ramírez sigue luchando por la tierra.

Lo primero que hizo fue preguntar por el inmenso mar que rodea a ese país minúsculo y que la dejó con la boca abierta antes de aterrizar, cuando lo vio a través de la ventana. Luego, indagó por las petroleras que ahí hacen presencia y por los molinos de viento (le costó entender que pueda existir una nación sobre la tierra en la que haga tanto, tanto viento, que alcance para producir energía y las hidroeléctricas prácticamente sean innecesarias). Y claro, buscó organizaciones de mujeres, sobre todo latinas, a las que pudiera unirse para empoderarse aún más en la defensa de sus derechos.

El mayor obstáculo ha sido el idioma. Se defiende, ha tomado clases, tiene una aplicación en el celular y responde lo básico cuando se lo preguntan, pero el inglés no es lo suyo. “Por eso es que todavía ando como con perfil bajo”, reconoce con sinceridad, antes de agregar que sus hijos sí salieron juiciosos para estudiar otro idioma. Y que son, además, su polo a tierra cuando la invaden la nostalgia y la tristeza. “Ellos han podido empoderarse aquí, sí han cogido el inglés y han podido navegar más que yo. Puede que yo no tenga nada, pero no hay nada más hermoso que ver que los hijos se empoderen, que crezcan, que arranquen”, dice.

Una tranquilidad triste

El nombre “María Alis Ramírez” aparece muy pocas veces en el infinito mar de información que es internet, en un par de registros de prensa y de la iglesia Católica en Caquetá. Y si se escribe de forma correcta, con la X, no aparece ni una vez en Google. Tal vez por eso, cuando se entera de que una periodista anda buscándola para retratarla como la luchadora que ha sido toda la vida, Alis Ramírez habla sin prevenciones, sin libretos, sin necesidad de repetir las respuestas de otras entrevistas.

Vivir en la capital neozelandesa todavía la invade de sentimientos ambiguos. Por un lado, respira con una tranquilidad que sería imposible en Colombia. Duerme en paz de saber que no escuchará los aviones del Ejército, ni los disparos de un fusil en medio de la selva.

Duerme. Porque eso también había dejado de hacer. Aunque le costó asimilar que a la casa sencilla y casi espartana del suburbio de Wellington donde la ubicaron con su esposo y cuatro de sus hijos —de puertas delgadas y grandes ventanales, sin rejas, con interiores visibles a todos los vecinos— no va a entrar nadie a robarlos o a hacerles daño.

“Los primeros días yo me sentía muy insegura. A esa casa en Colombia le dan una sola patada y el ladrón ya está adentro o me matan a uno de mis hijos. Cuando me di cuenta de la seguridad, porque aquí nadie me está diciendo que ahí viene un grupo armado… y cuando me di cuenta de la calma todo el día, porque el vecino no te levanta con bulla a las siete de la mañana… yo no sé pero entré como en una terapia psicológica que necesitaba hace tiempo. ¡Dios mío! ¡Necesitaba tanto esto!”.

En este momento del relato Alis Ramírez suspira, toma agua, y se alegra de poder hacer el ejercicio de recordar lo que ha vivido.

Los problemas llegan cuando recuerda por qué está ahí, y comienza a sentirse mal por los líderes ambientales y sociales que no han podido salir de Colombia y no tienen la oportunidad de experimentar esa vida sin sobresaltos externos de ninguna naturaleza.

Y llegan cuando toma consciencia de que una mujer que en Colombia nunca estaba quieta, ahora en Nueva Zelanda debe esperar la recuperación de una cirugía que le hicieron en ambas manos, porque hace poco la diagnosticaron con síndrome severo del túnel carpiano.

Alis Ramírez pasa los días inventándose tareas en la máquina de coser, arreglando el jardín de la casa, tratando de conectarse con lideresas en Caquetá y otros lugares de Colombia porque necesita saber qué está pasando con los ríos, con las huertas y los mercados campesinos, con las hidroeléctricas, con las petroleras.

“Aquí me siento como pasiva de cuerpo, pero me siento espiritualmente activa porque tengo la mente puesta en Colombia. Alguien me dijo que yo me tenía que olvidar de volver a estar metida en actividades de liderazgo social y ambiental y mi respuesta siempre es: no me pidan lo imposible. No me lo pidan porque hacer eso es mi vida. Eso es algo que está muy dentro de mí. Es lo que me da fuerza”.

Después de conversaciones muy largas que ocurren cuando es de noche en Sudamérica y es la mañana del día siguiente en Nueva Zelanda, al preguntarle qué es lo que se dice a ella misma todas las noches, cada vez que siente que se le acaban las ganas de seguir luchando. Ella contesta:

—Yo me pregunto mucho para qué me tocó salir. Y ahora creo que tengo una respuesta: fue para acabar de ver. Para ver muy bien el mundo. Dios no me tenía para proyectos cortos.

 

*Ilustraciones: Leo Jiménez.

** Este texto es una colaboración periodística entre Mongabay Latam y Vorágine.

 

Esta cobertura periodística forma parte del proyecto “Derechos de la Amazonía en la mira: protección de los pueblos y los bosques”, una serie de artículos de investigación sobre la situación de la deforestación y de los delitos ambientales en Colombia financiada por la Iniciativa Internacional de Clima y Bosque de Noruega. Las decisiones editoriales se toman de manera independiente y no sobre la base del apoyo de los donantes.

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