- Por oponerse a la minería, a la tala indiscriminada de bosques y a las consecuencias sociales y ambientales de la exploración petrolera, María Alis Ramírez tuvo que abandonar su finca en Caquetá, en el sur de Colombia, y viajar más de 12 700 kilómetros. Sus batallas siguen muy vivas.
- Las diferentes amenazas que sufrió por su labor como defensora ambiental provocaron que ella y su familia primero se desplazaran a Ecuador y, después, a Nueva Zelanda, país al que llegó con el estatus de refugiada en 2019.
- En aquellas tierras, la lideresa respira una tranquilidad que sería imposible en Colombia, país que en 2022 se colocó como el más peligroso para las personas defensoras de ambiente y territorio, de acuerdo con la organización Global Witness. Y aunque hoy está segura, no deja de pensar en su país, la selva y el río que acompañó su infancia.
—No se vaya a meter a Zabaleta porque la van a matar.
—¿Por qué me van a matar si yo no he hecho nada?
—La van a matar, por favor no se entre a la casa.
—¿Usted cómo sabe eso?
—Alguien me dio esa razón: “Dígale a su hermana que por el amor de Dios no se meta, porque ya tienen planeado que la van a matar cuando entre al pueblo”.
Este diálogo insospechado, apresurado, difícil, se dio el 7 de agosto de 2018. Sus protagonistas fueron María Alis Ramírez, defensora del medio ambiente del departamento de Caquetá, en el sur de Colombia, y uno de sus nueve hermanos.
Alis Ramírez vivía en un pueblo selvático muy pequeño llamado Zabaleta, que no tiene más de 300 viviendas y pertenece al municipio de San José del Fragua.
“Yo estaba sola, andaba trabajando por los lados de Belén de los Andaquíes [otro municipio de Caquetá] y cuando me entró la llamada de mi hermano, unas personas me ayudaron a salir corriendo por unas laderas y coger un bus que me sacara de ahí lo más rápido posible”, recuerda hoy Alis Ramírez, de 55 años de edad, desde la ciudad de Wellington, capital de Nueva Zelanda, a 12 700 kilómetros de distancia de la casa a la que no ha podido volver desde ese día.
Alis Ramírez tuvo que abandonar su tierra por defenderla, por ser lideresa ambiental en el país más peligroso para ejercer ese oficio según Global Witness, organización no gubernamental que en su informe más reciente documentó que en Colombia fueron asesinados 60 defensores del ambiente y el territorio en 2022. En 2021 Colombia había ocupado el segundo lugar en el mundo después de México, con 33 asesinatos, y esos datos tienen preocupadas a las autoridades pues el número prácticamente se duplicó, a pesar de las promesas explícitas del gobierno de Gustavo Petro de proteger a los líderes ambientales.
En la última década, de acuerdo con la misma organización, en Colombia fueron asesinados 322 de estos líderes (muy cerca, con 342 muertes, Brasil fue el país del mundo donde más ocurrieron esos crímenes, entre 2012 y 2021).
La historia de Alis Ramírez —en realidad su nombre se escribe con X, pero en el registro civil de nacimiento quedó mal puesto y por eso ella insiste en usar la S— es idéntica a la de millones de colombianos que viven en las zonas más alejadas y olvidadas del país, y también las más afectadas por el conflicto armado. Crecen rodeados de ríos, cascadas, animales y millones de árboles, un paisaje que corta el aliento con su belleza, pero viven en condiciones muy precarias, casi siempre sin electricidad ni agua potable y sin acceso a servicios dignos de salud y educación, entre otros. Según el censo más reciente, realizado en 2018, el 39 % de la población que vive en las zonas rurales del departamento de Caquetá lo hace con necesidades básicas insatisfechas.
El río de la infancia
Nacida el 14 de abril de 1968, Alis Ramírez sólo pudo estudiar hasta quinto de primaria. Y lo hizo con un esfuerzo enorme, emprendiendo caminatas de hasta tres horas por la selva para llegar a la escuela mientras su padre, campesino que tampoco tuvo estudios, salía a ganarse un jornal diario para comprar panela, jabón, sal, lo que alcanzara con el poco dinero que recibía. Había que alimentar muchas bocas —en total eran diez hijos, cinco mujeres y cinco hombres— y la carne era un milagro muy escaso en esa época.
“Mi infancia, gracias a Dios, se desarrolló viendo un río majestuoso, muy hermoso, el Zabaleta. Era un río muy profundo y por eso no podíamos poner los pies, sólo se podía nadar o lo atravesábamos en una canoa pequeñita que mi papá hacía con palos. Desde que éramos niños él nos enseñó a remar y a defendernos solos, porque era obligatorio cruzar al otro lado del río para conseguir cualquier cosa”, cuenta Alis Ramírez a través de una videollamada.
Hasta este momento del relato su voz es segura, decidida, y ella sonríe con sus labios gruesos pintados de rosado. Su pelo liso ya es una mezcla de gris y blanco y en esta primera conversación, mediada por una pantalla, aparece abrigada por una chaqueta de polar porque en Nueva Zelanda es invierno, y a pesar de los cuatro años que lleva en ese país todavía siente que las temperaturas bajo cero se le meten entre los huesos y la paralizan, la dejan sin energía.
En esa infancia rodeada de naturaleza es donde ella rastrea los orígenes de su pasión por defender las causas ambientales y sociales. A Alis Ramírez todavía le brilla la mirada cuando recuerda la quebrada La Balata, en la que su madre la bañaba cuando era niña, pero que hoy está prácticamente seca por culpa de la minería. Y aún se le hace agua la boca cuando piensa en la cantidad de peces que daba el Zabaleta: bagres, sábalos, doradas, bocachicos, cuchas, cachamas… La base fundamental de la dieta de los habitantes de esa parte de la Amazonía estaba en los ríos.
“Yo recuerdo que cuando tenía siete u ocho años alrededor del río había unos árboles inmensos, hermosos. Todos eran maderables, había achapo, árbol de mochilero, que es un palo muy fino, carboneros grandes y ceibas, que hoy en día quedan poquitas. La diversidad de los animales de la montaña también era mucha, veíamos el gurre [armadillo], la boruga, la danta, el venado. Pero la contaminación con mercurio y cianuro de los ríos ha acabado poco a poco con los peces y por la exploración petrolera ya casi no se ven esos animalitos”, dice en un tono distinto.
En este momento del relato, la defensora pide disculpas y sus ojos grandes y ovalados, de un intenso color negro, comienzan a llenarse de lágrimas.
Los otros males de la Amazonía
Cuando se habla de Caquetá, y en general de la Amazonía colombiana, se piensa automáticamente en deforestación, y en la manera como esta ha servido de combustible para atizar el fuego de la guerra, pues muchas veces está ligada a la expansión de grupos armados ilegales que viven de las rentas del narcotráfico.
Y sí, es verdad que las mayores tasas de pérdida de bosques del país se dan en esa región (de los cinco departamentos que acumulan el 68 % de la deforestación nacional, cuatro son amazónicos: Meta, Caquetá, Guaviare y Putumayo). Ese sigue siendo el problema más importante en términos ambientales de Colombia, a pesar de que hace poco el gobierno nacional afirmó que en 2022 se redujo un 29,1 % respecto a 2021, pasando de 174 103 a 123 517 hectáreas forestales perdidas, la cifra más baja en los últimos nueve años. De acuerdo con los datos oficiales, Caquetá fue justamente el departamento con mayor reducción del país, pasando de 38 390 hectáreas deforestadas a 19 200, un 50 % menos, aunque algunos expertos que han analizado las cifras insisten en que el retroceso no es tan significativo como indica el gobierno.
La deforestación de alguna manera ha invisibilizado otros conflictos ambientales y sociales cada vez más marcados en la Amazonía, que eran precisamente en los que Alis Ramírez tenía puesta su mirada antes de que las amenazas de muerte la obligaran a renunciar a su vida.
En 2010, por ejemplo, comenzó a investigar cómo se fragmentan y deterioran los acuíferos por “los sismos de la exploración petrolera”, como ella les dice a las labores que se realizan para extraer hidrocarburos.
En los registros oficiales de la Agencia Nacional de Hidrocarburos, sólo en Caquetá aparecen asignadas 33 licencias de exploración y explotación petrolera, de las cuales casi el 40 % están en manos de la multinacional china Emerald Energy PLC, presente en varios países de Suramérica y de Oriente Medio, como Siria.
La voz de Alis Ramírez no tiembla al decir que la empresa no cumplía con los compromisos que debía respetar por hacerse acreedora de esas licencias, como garantizar la restauración y recuperación de los ambientes naturales afectados por sus actividades de exploración y explotación, y trabajar de la mano con las autoridades locales para construir vías de acceso principales y alternas. Así como no le temblaba la voz hace años para juntar a los vecinos y armar marchas en contra de la compañía en municipios como Valparaíso.
La presión social en contra de las actividades petroleras llevó a que, en marzo de 2023, la empresa decidiera suspender operaciones en parte del departamento. Una decisión que Alis Ramírez aplaude y considera “muy importante”, porque “lo que se necesita es un desarrollo social que impacte de forma positiva a las comunidades, a los campesinos”, y ese no es, según ella, el desarrollo que prometía la multinacional china.
Hace unos 12 años, la defensora también comenzó a ver cómo se formaban grandes extensiones de playa a orillas del Zabaleta. “Hoy el río sigue siendo la primera fuente de alimento de la comunidad y hay algunos pedazos donde sigue bonito, pero ya no es lo que era cuando yo era niña. Está muy, muy distinto”.
La extracción de petróleo no es la única actividad que ha transformado al río.
Según la investigadora Mercedes Mejía Leudo, profesora del programa de Ingeniería Agroecológica de la Universidad de la Amazonía con sede en Florencia y coordinadora de la Mesa Departamental por la Defensa del Agua y el Territorio en Caquetá, los afluentes que como el Zabaleta alimentan al río Caquetá —uno de los más extensos y caudalosos de Colombia, que termina en la Amazonía brasileña— están altamente contaminados con mercurio por las minas de oro de aluvión a pequeña escala, que han ido reemplazando en la zona a la tradicional economía cocalera.
“Nosotros en Caquetá deberíamos estar en S.O.S por contaminación con mercurio y eso ya está teniendo enormes efectos en las comunidades indígenas, como los uitoto. Es tan grave el asunto que existe incluso un documento oficial de Parques Nacionales que les hizo unas recomendaciones a los indígenas ribereños para que tomen ciertas medidas o, de lo contrario, desaparecerán”, explica la profesora Mejía.
Poco a poco, la voz de Alis Ramírez comenzó a escucharse más allá de su pueblo. Se convirtió en vocera de su comunidad, en mediadora, en modelo a seguir para cientos de campesinos. Primero, por defender el agua (una de sus primeras acciones en defensa del ambiente y el territorio fue la de proteger las fuentes hídricas que rodeaban su casa), con tanto ahínco llegó a formar parte de la Coalición por la Vida del Agua de su municipio y, después, de la Mesa Departamental por la Defensa del Agua y el Territorio. Luego, por informar a la comunidad sobre las consecuencias de las actividades de las petroleras y mineras en el suelo y en los acuíferos, además del impacto en las especies de flora y fauna. Y después, por subirse a tarimas de auditorios de todos los tamaños para oponerse, con argumentos sólidos, a muchos de los megaproyectos de multinacionales como Emerald Energy y Pacific Rubiales.
Para Mercedes Mejía, el compromiso de Alis Ramírez por la Amazonía colombiana es gigantesco: “Cuando ella estaba acá era una voz que siempre estaba presta a denunciar la contaminación por la minería. También siempre estaba presente en la socialización de todo lo relacionado con los proyectos de hidrocarburos. Y hacía procesos de sensibilización con la comunidad en su finca, allá trabajaba con semillas nativas, enseñaba cómo arborizar y cuidar las fuentes hídricas, la importancia de las huertas. Por ese amor a los productos del campo, a ella no le importaba levantarse a las dos de la mañana para hacer todos sus oficios en la parcela y luego irse a las marchas a protestar por algo o a los procesos comunitarios de resistencia”.
Lo primero que la investigadora pensó cuando conoció a Alis Ramírez y la escuchó hablar, en un evento en 2014, es que era una mujer muy valiente. “Me impresionó esa capacidad que tenía de decir todo lo que decía, con esa fuerza. Yo recuerdo incluso haber pensado que hablaba más de la cuenta”, recuerda hoy Mejía.
El día en que llovió glifosato
Antes de que en los primeros años del nuevo milenio decidiera asumir públicamente la defensa del territorio, Alis Ramírez trabajó como profesora de una escuelita enclavada en el municipio de Piamonte, en una zona conocida como la bota caucana, que también es parte de la Amazonía.
Fue allí, en el año 1998 o tal vez 1999, ya no lo recuerda bien, que un día le llovió glifosato.
“¡Profe, un avión!, ¡profe, un avión!”, empezaron a gritar los niños hacia las diez de la mañana, cuando el sol comenzaba a picar fuerte. “En el campo, cuando se escucha un avión, los niños se emocionan mucho y salen corriendo a verlo. (En ese entonces), yo sí pensaba que era una de las avionetas que pasaba fumigando los cultivos de [hoja de] coca que estaban al lado de la escuela, pero no pude detenerlos”, cuenta Alis Ramírez. Su siguiente recuerdo es que pasaron no una ni dos sino tres avionetas con las llaves del glifosato abiertas.
“Yo fui fumigada con mis alumnos. Fue algo terrible, sentía que me iba a morir, me empezaron a aparecer unos puntos que se me inflamaban en la cara. Me fui hinchando y me puse como un monstruo. No podía ni siquiera tomar agua”, relata a través de la videollamada, bajando mucho la mirada para que no se note que otra vez los ojos se le han puesto llorosos.