- Colombia es uno de los casos más emblemáticos sobre las consecuencias de la desigualdad en la posesión de tierras. El autor señala que, pese a los esfuerzos por aplicar la Reforma Agraria, el fracaso constante de estas medidas se convirtió en un factor que desencadenó la existencia de grupos guerrilleros y contraofensivas paramilitares.
- De acuerdo con Killeen, en Venezuela la reforma agraria no era una aspiración mayoritaria, ya que la riqueza del país se concentró en el petróleo. De ese modo, la gran cantidad de población rural se movilizó hacia las ciudades en torno a esta actividad y donde existían subsidios.
- Los casos de Surinam y la Guayana son muy similares, ya que más del 80% de territorio agrícola (casi siempre ubicado en regiones costeras) le pertenece al Estado y los agricultores responden a ello.
La desigual distribución de la tierra en Colombia es la causa fundamental de la historia violenta de ese país, donde múltiples iniciativas políticas a lo largo de décadas no han logrado resolver el problema. La primera ley de reforma agraria se promulgó en 1936, pero sólo motivó a que los poseedores de tierras protejan sus bienes convirtiendo a los campesinos arrendatarios en mano de obra contratada. Una reacción violenta contra la reforma agraria finalmente condujo a una guerra civil entre 1948 y 1958, cuando los dos principales partidos políticos lucharon por el poder durante el período conocido como La Violencia.
Posteriormente, un gobierno de coalición llevó adelante un renovado esfuerzo de reforma agraria con la creación del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA) en 1961. Esta iniciativa estableció criterios claros para la expropiación de tierras e instituyó mecanismos para indemnizar a los propietarios. Como en otros países, contó con el apoyo de la agencia norteamericana Alianza para el Progreso y promovió programas de colonización en la Amazonía. Este esfuerzo de igual forma fracasó, contribuyendo con la formación de ejércitos guerrilleros y décadas posteriores de conflicto violento.
Hubo una tercera reforma agraria llevada a cabo en 1994, que se basó en la economía de mercado para redistribuir la tierra proporcionando subsidios para que los campesinos pudieran comprar tierras a grandes terratenientes. Esta reforma siguió los preceptos de la reforma Constitucional de 1991, y coincidió con los decretos legales de 1995 que reconocían los derechos de los pueblos indígenas. El INCORA fue reemplazado en 2003 por el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y Reforma Agraria (INDECORA), que diversificó su misión al patrocinar el desarrollo sostenible de las comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas.
Estas iniciativas tampoco lograron resolver los agravios de larga data relacionados con la tenencia de tierra y la pobreza rural, una tarea que resultó esencialmente imposible debido a la violencia que azotó al país durante otros 25 años.
La pelea por el territorio entre las guerrillas de izquierda y sus, igualmente violentos, competidores paramilitares, ha agravado enormemente el problema de la tenencia de tierra. Ambos bandos despojaron a los legítimos propietarios de sus predios, ya sea mediante confiscación directa o venta forzosa a punta de pistola. El robo de tierras creó un legado que afecta a la economía nacional, puesto que los inversores no están dispuestos a comprometer recursos en una empresa productiva si existe el riesgo de confiscación debido a títulos ilegítimos.
Además, la particularidad más notoria de este legado es el enorme número de personas desplazadas, estimadas en cinco millones en 2020. Teniendo en cuenta que los pequeños agricultores son particularmente vulnerables, la violencia agravó enormemente la desigualdad en la distribución de la tierra. En 2015, organizaciones de la sociedad civil estimaron que el 70% de los pequeños agricultores del país poseían solo el 2,7% de las tierras cultivables, mientras que el 0,5% posee el 68%.
Ahora bien, se suponía que este legado se abordaría a través del Proceso de Paz colombiano, donde el acuerdo final es un largo y complejo documento que cubre una multitud de cuestiones complicadas y espinosas. El primer capítulo trata sobre la tierra, y la primera sección de ese capítulo esboza una vía para brindar un acceso justo y equitativo a la tierra. Las cuestiones relativas a la tierra se trataron en primer lugar puesto que su acceso desigual desencadenó el conflicto, y 50 años de guerra magnificaron esa injusticia. Sin embargo, el acuerdo va más allá, porque también reconoce que resolver las discordias relacionadas con la tierra, y la incertidumbre sobre su tenencia, es esencial para cerrar el acceso a la frontera agrícola y conservar el patrimonio natural de Colombia.
El acuerdo creó un proceso denominado Reforma Rural Integral (RRI), que será implementado a través de dos instituciones: la Agencia Nacional de Tierra (ANT), un centro de intercambio de información para todos los temas relacionados con la tenencia de tierra, y la Agencia de Desarrollo Rural (ADR), que fomentará la inversión y brindará apoyo técnico. En resumen, la RRI tiene cuatro componentes principales:
1) Proporcionar tierras a familias desplazadas utilizando tierras confiscadas a delincuentes o adquiridas mediante compra.
2) Formalizar la tenencia de tierra rural y otorgar tierra gratuita a familias de bajos ingresos a través de un proceso en el territorio.
3) Establecer un sistema judicial agrario para resolver todas las disputas de propiedad.
4) Organizar y ejecutar un catastro moderno.
Resolver la tenencia de la tierra en la Amazonía colombiana es esencial para el éxito del proceso de paz, ya que la región estuvo en el centro del conflicto y fue uno de los últimos bastiones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Durante la guerra, las FARC mantuvieron un corredor logístico que abarcaba tres parques nacionales en las estribaciones de los Andes (Los Picachos, Tinigua y Macarena) y la joya de la corona del sistema de áreas protegidas de Colombia en las tierras bajas del Amazonas, la Serranía de Chiribiquete.
Las zonas que rodean las tres reservas montañosas atrajeron a decenas de miles de campesinos que cultivaban coca bajo los auspicios de las FARC. El gobierno intentó imponer el control a través de la acción policial, pero no hizo ningún intento real de controlar el uso del suelo en las zonas de amortiguamiento (Distritos de Manejo Integral). que rodeaban las cuatro áreas protegidas.
El proceso de paz ha estimulado inversiones largamente ausentes en las áreas agrícolas adyacentes en Meta, Caquetá y Guaviare, lo que ha estimulado una disputa por la tierra a través de la frontera forestal que separa estas áreas agrícolas de las áreas silvestres de la Amazonía colombiana. La zona ahora está plagada de caminos donde los acaparadores de tierras actúan asociados con excombatientes, que emplean a colonos para talar bosques y establecer cultivos de coca y pastos para ganadería a lo largo de un “arco de deforestación” de más de 500 kilómetros de largo. El flujo de dinero en efectivo a corto plazo es impulsado por el tráfico de las drogas ilícitas, pero la especulación a mediano plazo se centra en la tierra y la industria ganadera en rápida expansión.
Esta dinámica persistirá hasta que el gobierno central o las autoridades regionales consoliden el Estado de Derecho y la presencia del Estado. Hasta que eso suceda, los acaparadores de tierras y los colonos campesinos seguirán apropiándose de tierras fiscales dentro del último corredor de hábitat que conecta los bosques de tierras bajas del Amazonas con los bosques montanos de la Cordillera Andina.
Venezuela y las Guyanas
Históricamente, la reforma agraria nunca fue un tema político importante en ninguno de los países del Escudo Guyanés. Debido a su riqueza petrolera, la población rural de bajos recursos de Venezuela acudió en masa a las ciudades para disfrutar de los beneficios de vivienda, transporte y alimentos subsidiados. La reforma agraria se convirtió en una prioridad sólo cuando el gobierno de Hugo Chávez buscó transformar el país mediante una revolución socialista. Un nuevo régimen de tenencia de tierra en 2010 generó la confiscación de varios millones de hectáreas de propiedades privadas, donde la mayoría de esto ocurrió en regiones no amazónicas, y la colonización de los espacios de vida silvestre amazónica nunca se ha llevado a cabo como una política deliberada.
La tenencia de la tierra en Guyana y Surinam refleja su historia colonial compartida y el legado de las “Tierras de la Corona”, que fueron transferidas a los gobiernos republicanos tras la independencia en los años 1960. Las áreas agrícolas se circunscriben a las provincias costeras, donde la tenencia es una combinación de propietarios y arrendatarios de tierras fiscales.
Los primeros son pocos e incluyen tanto pequeños cultivos familiares como plantaciones, mientras que los segundos incluyen sociedades cooperativas de pequeños agricultores que operan como productores independientes. Lejos de la costa, ambos gobiernos disfrutan de un cuasi monopolio sobre la tenencia de tierra, gestionado a través de sistemas de concesiones que regulan tanto los minerales como la madera.
En Guyana, el Estado posee aproximadamente el 73% del territorio nacional, los propietarios libres controlan el 12% y los pueblos indígenas poseen títulos comunales sobre alrededor del 15% del país, principalmente en el interior. En Surinam, el Estado posee títulos sobre más del 95% de toda la tierra, a pesar de las demandas de las comunidades cimarronas e indígenas para que se reconozcan sus derechos territoriales.
El hecho de no acceder a estas solicitudes fue una de las causas de la guerra civil que asoló ese país entre 1986 y 1991, a la que siguió un largo período de estancamiento político que permitió a los sucesivos gobiernos ignorar sus demandas, a pesar de múltiples sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En 2016, el gobierno finalmente se comprometió a resolver todas las cuestiones pendientes. No obstante, hasta enero de 2022, aún no se habían concretado los detalles finales.
Imagen destacada: Un trío navega por los rápidos en una piragua. Crédito: Rhett A. Butler
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons -licencia CC BY 4.0).