Al sur de Ecuador se encuentra Catacocha, pequeña ciudad de la provincia de Loja que se caracteriza, entre otras cosas, por ser casi un desierto: bosque seco, suelo árido y lluvias sólo dos meses al año.
Un historiador descubrió el sistema de captación de agua de los indígenas paltas y convenció a la comunidad de Catacocha para que lo aplicaran. Fue así que, con la construcción de 250 lagunas artificiales, los habitantes de esta región han logrado hacer un buen manejo del agua de lluvia.
En nueve años la transformación es evidente: en la zona se sembraron 12 000 plantas y la Unesco incluyó el lugar en la lista de sitios demostrativos de ecohidrología.
En Catacocha, cuenta la leyenda que el cerro Pisaca —que es hembra— y el cerro Cango —que es macho— tuvieron como hijo a un toro que, adoptando el nombre de su padre, fue llamado Torito Cango.
El toro tenía un don: con su bramido, hacía que las nubes se juntaran súbitamente y, entonces, llovía. Envidiosos de sus poderes, los habitantes de Ayabaca, una provincia del norte del país vecino (Perú) enviaron a cuatro curanderos para que se lo robaran. Pero el Torito Cango no encontró en esa tierra las hierbas que le gustaba comer. Escapó. Sus captores, desesperados, enviaron cóndores y culebras para cazarlo, pero él los derrotó y regresó a las faldas de su madre, en el cerro Pisaca, un rincón de la provincia de Loja, en el sur de Ecuador.
Los ayabaquinos no se dieron por vencidos y decidieron robar nuevamente el codiciado animal, pero esta vez junto a toda la hierba que comía. Y lo lograron. El Torito Cango nunca más volvió a esa región del sur de Ecuador. Desde entonces, según la leyenda, dejó de llover.
Por eso Catacocha, una pequeña ciudad del cantón Paltas, es tan seca, tan árida y calurosa como un desierto. Por eso, se ha hecho tan difícil conseguir agua. O al menos esa fue la explicación a la que durante muchos años se aferró su población.
Eso cambió hace unos años, cuando el trabajo de un historiador fue la llave para revivir un sistema milenario indígena que hoy permite que los habitantes de esta región tengan agua, incluso, en las temporadas de mayor sequía.
Vista de otra de las lagunas que en agosto seguían con importante cantidad de agua, a los pies del cerro Pisaca. Crédito: Alexis Serrano.
San Vicente del Río es un barrio de unas 80 familias, construido en las montañas de Catacocha y en medio del bosque seco, justo en la parte baja del cerro Pisaca. Sus casas aún son de adobe y teja, y muchas están abandonadas ya que sus habitantes migraron a la ciudad. Sobre una especie de plazoleta está la casa de Rosa Imelda Arias, cuya fachada ha sido convertida en jardín. Decenas de plantas colocadas en pequeños recipientes plásticos llenan el lugar de color. “Me ha tomado unos 15 años hacer este jardín”, dice Arias y agrega: “Donde voy, me robo una plantita: de Vilcabamba, de Catamayo, de San Pedro. Me gustan”.
Un perro ladra insistente, mientras Arias —de 58 años— recuerda los tiempos en los que la sequía era tan implacable que sólo tenían agua cuatro horas al día: dos por la mañana y dos por la tarde: “Sólo alcanzaba para comer. Para lavar tocaba ir al río, o al chorro; un chorrito que hay bajando aquí la carretera, que nace ahí de una peñita. Son 15 minutos de caminar hasta el chorro. Al río es media hora, o una hora, según cómo camine. Antes, cuando no la traían de arriba, el agua no alcanzaba”.
Cuando dice “arriba” se refiere al cerro Pisaca, donde la comunidad ha recreado, desde el 2005, un sistema de captación y dotación de agua concebido por los paltas, una comunidad indígena que habitó esta zona hace más de mil años, en la era preincaica. Este sistema —hecho a base de 250 lagunas artificiales en las montañas para almacenar el agua lluvia— ha permitido que los habitantes de esta ciudad desértica tengan agua todo el tiempo, obtengan mejores y más abundantes cultivos, y sus animales estén sanos y bien nutridos.
“Ahora tenemos agua todo el día”, dice Arias. Y agrega que eso le permite criar pollos y cerdos, y mantener el pequeño huerto de la parte trasera de su casa, donde cultiva naranjas, mandarinas, guineos y varias plantas medicinales, como la buscapina, “que es buenísima para el dolor de barriga”.
Este sistema de agua les cambió la vida.
Rosa Imelda Arias, frente al jardín de su casa, en San Vicente del Río. Crédito: Alexis Serrano.
En esta zona llueve apenas un par de meses al año, entre enero y febrero. Si llueve algo en marzo es una suerte; si llueve en abril, es extraordinario. El resto del año, nada. El calor provocaba que las reservas de agua se consumieran pronto y hacia agosto ya casi no había agua. Llegaron al extremo de tener líquido apenas una hora al día. Pero, gracias a las lagunas inspiradas en los paltas, logran una infiltración subterránea tan controlada y efectiva que el agua que se capta durante los escasos meses de lluvia alcanza para todo el año.
“Sí, todo el día tenemos agua”, confirma Rosaura Cobos, de 80 años, quien junto a su esposo atiende una pequeña tienda de abarrotes en San Vicente del Río. “Trajeron de otra partecita el agua; entonces, nos alcanza. Antes, para el sector de acá abajo nos daban un día, para el sector de arriba otro día. Por horas, no todo el día. Ahora tenemos agua todo el tiempo”. Se acerca el mediodía y en este barrio de Catacocha el sol es canicular, el polvo omnipresente y el viento desaforado.
¿Cómo ocurrió el milagro del agua? Cuando a la gente de estas comunidades se le pregunta cómo empezó todo, las respuestas apuntan al “historiador”. El historiador es Galo Ramón, un catacochense que creció escuchando el mito del Torito Cango y de una laguna brava a la que no debían acercarse porque estaba habitada por una serpiente.
Ramón hizo sus estudios de Historia en Quito y, aunque se quedó a vivir en la capital, siempre tenía su cabeza puesta en cómo luchar contra la sequía de su tierra. “El tema del agua es un problema grave en la zona”, dice el historiador. “De pronto, en alguna de esas investigaciones, encontré una disputa de tierras que mantenían —en 1680— las comunas de Coyana y Catacocha con un hacendado que se llamaba Hortensio Celi. El litigio era por una laguna en el Pisaca y —aunque no precisa quién resultó victorioso— los documentos se acompañaron con el dibujo de esa laguna. Y, mirando con atención, no era una laguna que se alimentaba de quebradas o vertientes, sino al revés: gracias a esa laguna brotaban, más abajo, otras vertientes. Me surgió la pregunta de cómo se llenaba y,evidentemente, era con agua lluvia”.
Descubrió que otros cerros también tenían sus propias lagunas y sus propios mitos, aunque eran parecidos al de Pisaca. “Los paltas hicieron este sistema porque sabían que hay sequías. Las lluvias pueden concentrarse en uno o dos meses y son descargas violentas: unos 700 milímetros en dos meses; de manera que había que aprovechar esa agua, esos cuatro o cinco aguaceros enormes. Querían guardar el agua-lluvia, dosificar su infiltración y, así, recargar los acuíferos”, cuenta Ramón.
Todo esto se complementaba con un manejo adecuado de la escorrentía, a través de pequeños muros de contención a los que llaman tajamares; y unos pilancones, reservorios de agua construidos con piedra cerca de las huertas, para facilitar el riego.
“No se ha podido definir con precisión cuándo desarrollaron los paltas este sistema”, dice Ramón. “Pero mi estimación es que se hicieron alrededor del año 900 de nuestra era, porque el crecimiento más importante de este pueblo fue a partir del año 500. Ellos sabían dónde había más permeabilidad en el suelo mirando lo que yo llamo la línea de verdor. Esta línea se la puede ver en agosto o septiembre, cuando no llueve pero persisten algunas plantas de raíces profundas que permiten ver por dónde está bajando el acuífero. Ahí hacían las lagunas”.
En agosto, cuando normalmente es época de sequía extrema, esta laguna aún tiene agua suficiente hasta inicios del siguiente año, cuando vendrán las nuevas lluvias. Crédito: Alexis Serrano.
Las lagunas de los paltas se fueron secando paulatinamente desde la época de la Colonia porque ellos dejaron de usarlas, forzados por los conquistadores y la nueva religión impuesta. La primera en desaparecer, en 1605, fue la laguna de Catacocha, que estaba justo donde posteriormente se fundaría la ciudad de Catacocha. Y la última en secarse, según el registro de Ramón, fue precisamente la laguna del Pisaca, que hasta hace unos 80 años aún tenía restos de agua.
Ramón lo explica en estas palabras: “Los paltas hacían ofrendas a las lagunas, una especie de culto y rituales que no están descritos en ninguna parte. Los españoles y los curas, sobre todo, querían suprimir ese culto a las lagunas. Lo vieron como una amenaza y quisieron combatir lo que llamaron ‘religiones antiguas’. Usando sus propios mitos, les dijeron que las lagunas eran demoníacas, que contenían serpientes dentro, que las mujeres podían quedar embarazadas si se acercaban, que los hombres podrían ser asesinados. Les dijeron que el agua es un regalo del Dios que ellos estaban imponiendo y que, si querían que lloviera, debían rezarle a ‘él’ y a la Virgen”.
Al contar toda esta historia, el historiador se emociona. Dice que cuando entendió todo, pensó: “Hay que volver a aplicar el conocimiento de los paltas”. En el 2005, se lo planteó a los comuneros, pero, al principio, no logró convencerlos. Se encontró con una población vieja —“los más jóvenes tenían 60”—, y no les entusiasmaba ese emprendimiento.
Fue cuando el historiador inventó otra leyenda. “La escribí y la llamé ‘El regreso del Torito Cango’. Es un mito al revés. Cuenta cómo recuperamos al toro y regresó el agua. El secreto era hacer lagunas y que estas tengan hierbas, que el toro volverá cuando se dé cuenta de que hemos creado las condiciones correctas. La gente se entusiasmó y así iniciamos el proceso”.
Galo Ramón dirige la Fundación Comunidec, que lucha por el agua, los derechos humanos y la cultura. En el 2005, con algo de cooperación internacional, una colecta entre comuneros y una gran minga (trabajo comunitario) rehabilitaron las dos lagunas más grandes construidas por los paltas al pie del Pisaca y construyeron —en cinco años— 248 más. En total son 250 lagunas, más los nuevos tajamares y pilancones, que permiten replicar el sistema creado hace más de mil años.
“Algunas lagunas las hicimos con retroexcavadoras”, dice el historiador. Las demás, manualmente, para no afectar el ecosistema. “Primero hay que desencapar: retirar el horizonte —más o menos 30 centímetros de tierra— y guardarlo para luego ponerlo de nuevo. Cuando se acaba de hacer el vaso de la laguna, que no es profundo como una piscina, sino como una cuchara, se vuelve a poner el suelo orgánico y se siembra grama”. Esta especie de pasto hidrófilo facilita la filtración controlada.
Visualmente —según se observa en fotografías aéreas— este sistema parece un graderío. En las dos lagunas más grandes, que son el corazón de todo, se acumula el agua lluvia y de ahí comienza a descender, de manera subterránea, hasta la siguiente laguna y de esa pasa a la siguiente y a la siguiente, hasta que llega a los ojos de agua: sitios específicos donde el agua vuelve a brotar de la tierra.
La capacidad de almacenamiento de las 28 lagunas más cercanas al Pisaca, dentro de lo que los catacochenses conocen como “la reserva”, es de 182 482 metros cúbicos. La más grande tiene 78 422 metros cúbicos de capacidad y la más pequeña, que está en una propiedad privada, tiene sólo 143, según el libro Ecohidrología y su implementación en Ecuador, publicado con el apoyo de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), Ecohydrology Programme, la Alcaldía de Paltas e Ingeraleza.
En diciembre del 2010, la Fundación Naturaleza y Cultura Internacional —que trabaja por el agua y el ambiente en varias zonas de Ecuador— compró, en 160 000 dólares, las 406 hectáreas de los alrededores del Pisaca que hoy conforman “la reserva”. Se las compraron a un hacendado para poder garantizar su conservación, sacando el ganado del bosque y reforestando la zona para facilitar la captación y distribución de agua.
“El Pisaca —cuyo nombre en kichwa significa perdiz— es uno de los centros más importantes de la cultura Palta”, dice José Romero, vocero de la fundación e ingeniero agrónomo especializado en cuencas hidrográficas. “Ahí ellos se desarrollaron y durante muchos años perfeccionaron el sistema hasta lograr el manejo de la humedad en un territorio muy seco, muy agreste. Recuperar eso forma parte de nuestros principios: asegurar el agua para toda una población en Catacocha. Es así de importante”.
Romero explica que la compra de terrenos para la conservación es una de las políticas que más les ha funcionado, porque les permite tomar decisiones sin depender de nadie. Con la salida del ganado de la zona, lo que restaba era una fuerte etapa de reforestación y dar mantenimiento permanente a las lagunas, para que la infiltración no pierda su eficacia.
El 12 de febrero del 2011 fue la primera minga de siembra, en la que la comunidad se organizó para llevar, del vivero que construyeron al bosque, las semillas que les permitirían sembrar las primeras plantas. Los integrantes de Naturaleza y Cultura Internacional lo llaman “recuperación de la cubierta vegetal”. En el 2012 se sumaron a este trabajo las juntas de agua —asociaciones comunitarias para el manejo del agua— y también el eco club del colegio Marista, de Loja.
La reforestación, según lo describen, se desarrolló en tres modalidades: la siembra o restauración activa, el enriquecimiento vegetal de áreas que ya estaban recuperándose tras la salida de la hacienda ganadera, y regeneración natural en algunas áreas específicas que se cercaban para evitar el ingreso de animales y donde la vegetación empezó a recuperarse por sí sola.
En total, intervinieron 240 de las 406 hectáreas de la reserva; 40 hectáreas estuvieron en manos de Naturaleza y Cultura Internacional y las otras 200 fueron encargadas a la Mancomunidad del Bosque Seco, una asociación de seis municipios de la zona árida de Loja que trabaja en programas para “obtener una mayor efectividad en la conservación de los recursos naturales”.
En nueve años, entre el 2012 y el 2020, se sembraron al menos unas 40 000 plantas, de las cuales sobrevivieron 12 000. “La mortalidad es muy alta por las condiciones del suelo, hasta del 50 o el 60 %”, explica Romero. “Cada año teníamos que sembrar entre 3 000 y 5 000 plantas para que sobrevivieran las que están ahí ahora”.
Escogieron especies nativas: guararo, arabisco, sangüilamo, cedro, guayacán, nogal, faique e higuerón. Y también especies de sucesión inicial —las primeras que colonizan el terreno y ayudan en el filtrado de agua—, como chilcas y chamanas.
En el 2013, el municipio de Paltas —cuya cabecera cantonal es la ciudad de Catacocha— declaró la zona donde se encuentran las lagunas como área de conservación y uso sostenible, porque gran parte del agua que ahora usa Catacocha viene del cerro Pisaca.
El éxito de lo que se hizo en esta zona árida de la provincia de Loja fue tal que, en el 2018, el Programa Hidrológico Internacional de la Unesco la incluyó en su lista de sitios demostrativos de ecohidrología. Según la organización, “los sitios demostrativos de ecohidrología proporcionan, desde 2011, ámbitos de aplicación de enfoques ecohidrológicos en la resolución de situaciones como las concentraciones de nutrientes, floraciones de cianobacterias y purificación del agua, en diversos hábitats acuáticos, como humedales, pantanos y manglares”. Actualmente, en América Latina y el Caribe hay nueve sitios en esta lista: dos en Ecuador, dos en Colombia y uno en Costa Rica, Brasil, Argentina, Chile y Bahamas.
“La zona, de por sí, es una de las más secas de la provincia. Siempre hemos tenido que batallar con la sequía. Pero, si no se siguen tomando las medidas que estamos tomando, lo que sí puede hacer el cambio climático es radicalizar todo. Por eso, es clave el manejo y la protección del sistema que hemos recreado en el Pisaca”, dice Romero.
Rosa Imelda Arias, frente al jardín de su casa, en San Vicente del Río. Crédito: Alexis Serrano.
A sus 85 años, Antonio Díaz es un hombre feliz. Se le nota cada vez que habla, en las bromas que hace y en su rostro cuando cuenta —siempre en diminutivo— que tiene “unas 20 gallinitas, cinco chanchitos, unas 15 vaquitas, un burrito”. Cuando se le pregunta por los cuyes que caminan libremente por la cocina y por los pasillos de su casa, ríe sin gota de disimulo y dice: “De esos sí tengo unos 40”.
Siempre ha vivido aquí, en Santa Gertrudis, otra comuna a las faldas del cerro Picasa. “Aquí es bonito, por la tranquilidad. Hay silencio”, dice Díaz, lúcido por completo, en medio del cacareo permanente de las gallinas que pululan entre los quintales de maíz, el techo y el patio. “No hay bulla, se pasa tranquilo, se duerme”.
Todas las mañanas, a las 06:00, Díaz sale de su casa para revisar su laguna, que está a unos cuantos metros de su casa y sube hacia el cerro a bordo de su burro. “Ese es mi vehículo”, bromea. Arriba, cambia de dirección los aspersores de riego para que toda su siembra quede bien hidratada. “Antes sembraba una filita, dos filitas, porque se acababa el agüita. Ahora ya puedo sembrar unas 10 filitas”, dice. “Para mí esto ha sido buenísimo. Antes, en las épocas de sequía era mucho menos producción. Lo más importante es el agua. Desde el tiempo en que hicimos esto, el agua no me ha amenoreado [disminuído]”.
En su huerto tiene verduras, café, guineo, yuca, maíz, maní, frijol. Su producción es principalmente para uso familiar, pero también la vende en el Mercado de Catacocha. Dice que ahora gana unos 70 dólares al mes.
Antonio Díaz recorre este trayecto cada mañana, hacia la laguna que le sirve para el riego y después hasta sus tierras, en la parte alta de la montaña, en Santa Gertrudis. Crédito: Alexis Serrano.
El siguiente objetivo de Naturaleza y Cultura Internacional es que el Ministerio del Ambiente declare a esta reserva en el cerro Pisaca como Área de Protección Hídrica. Eso blindaría la zona para que el uso del suelo no pueda ser cambiado y, por ejemplo, no se permitan las actividades extractivas. Romero explica que tienen urgencia en lograrlo, porque hace un par de años el Estado entregó una concesión minera en la zona a la empresa australiana Titan Minerals y ahora se encuentra en etapa de exploración.
Se buscó a la empresa minera, para conocer el avance de la exploración y las zonas donde trabajará, pero no se obtuvo respuesta. Sin embargo, según la revista especializada Minergía: “El buque insignia de Titan es su proyecto de oro Dynasty, que se encuentra al sur de Ecuador, cerca a la frontera con Perú y alberga una estimación de recursos por un total de 2,1 millones de onzas de oro, con una ley impresionante de 4,5 gramos por tonelada. Dynasty es un proyecto de exploración en etapa avanzada, en Loja, que comprende cinco concesiones, que suman 139 km2”.
El Ministerio del Ambiente le confirmó a Mongabay Latam que la declaratoria como Área de Protección Hídrica para la reserva Pisaca está en proceso. “La declaratoria es parte de la planificación de protección hídrica del año 2023”, dice la entidad en una respuesta oficial. Además, confirma que, de concretarse, esto incluiría al Pisaca en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas. “Por lo tanto, significa: formalizar la protección, recuperación y conservación de las fuentes de agua que son de interés público”. Eso implica, por lo tanto, cerrar la puerta a la actividad minera.
Por ahora, Antonio Díaz no piensa en la minería. Regresa monte abajo hacia su casa porque tiene que seguir con sus labores. Luego de cambiar el agua del riego y bajar su producción a bordo del burro, tiene que deshierbar muchas zonas del terreno y cuidar a sus animales. “Oiga, pero no me alcanza el día”, dice, como siempre, con una sonrisa.
*Imagen destacada: Antonio Díaz junto a la laguna que le sirve para el riego de sus sembríos. Crédito: Alexis Serrano.