- La vieja tecnología de las empresas extranjeras de hidrocarburos asentadas en Colombia, Perú y Ecuador ha permitido que los oleoductos se construyeran en la superficie, una práctica ya abandonada en sus respectivas plantas estadounidenses.
- Aunque no detalla cuán defectuosos son estos conductos al aire libre, Killeen menciona que dicha exposición ha sido propensa a los accidentes e incluso sabotajes. Tal es caso de Colombia durante el conflicto armado con las FARC o en Perú con las protestas de comunidades indígenas que implican el derrame deliberado de petróleo.
- Si bien las compañías extranjeras cuentan con protocolos de mitigación y remediación de estas fugas de combustible, aquellas que ocurren en tierra son más manejables que las ocurridas en agua. Estas últimas se expanden con velocidad y su impacto se amplifica en arroyos y ríos.
- En el caso de los distintos gobiernos de la región, estos dependen en gran medida de los ingresos del petróleo y no están dispuestos a renunciar a ellos para remediar los problemas medioambientales que afectan a una fracción muy pequeña de la población nacional.
Los tres oleoductos del sistema andino amazónico son antiguos. El Oleoducto Trasandino Colombiano (OTC) tiene 53 años de operación, seguido por el Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) con 50 años, y el Oleoducto Norperuano (ONP) de 45 años. La tecnología de ductos ha cambiado radicalmente desde la construcción de estos tres oleoductos, con mejoras en las aleaciones de acero, de soldadura y los revestimientos de superficies. Sin embargo, el mayor defecto de estos sistemas fue la decisión de construirlos en la superficie, una práctica que la industria había abandonado en sus sistemas estadounidenses mucho antes de que se construyeran. Los sistemas superficiales son propensos a fallar porque, o bien yacen directamente sobre la superficie del suelo, lo que aumenta la tasa de oxidación, o están sostenidos por puntales y vigas, lo que los hace susceptibles a fallas mecánicas. Y lo que es más importante, los sistemas en superficie son más vulnerables físicamente por acciones humanas, ya sean accidentales o deliberadas.
La exposición de esta infraestructura clave al sabotaje ha sido muy evidente en Colombia, ya que entre los años 1986 y 2015, fue atacada más de 1.000 veces en la zona de Putumayo, lo que provocó al menos 160 derrames de petróleo. Los subversivos justificaron su acción alegando resistencia a la explotación por parte de compañías petroleras extranjeras. No obstante, las agresiones afectaron a las comunidades indígenas que sufrieron la mayoría de los impactos medioambientales de esas acciones. Los ataques disminuyeron tras el inicio del proceso de paz (2016-2018), pero volvieron cuando las milicias armadas insistieron en reafirmar una vez más su poder. Aparentemente, los ataques son una artimaña para sembrar el caos y perturbar la economía formal. Dado que la contaminación de los hábitats acuáticos perturba los medios de vida tradicionales, también aumentan la capacidad de la milicia para reclutar jóvenes de las comunidades indígenas.
Ecuador ha sufrido un número aún mayor de eventualidades en sus oleoductos, con más de 1.000 incidentes entre los años 2000 y 2021. La mayoría de ellos fueron causados por vehículos que chocaron contra los oleoductos alimentadores paralelos a la red de carreteras secundarias de la región. El impacto medioambiental de estas fugas a pequeña escala no ha atraído la misma atención de los medios de comunicación que las averías a gran escala de los dos oleoductos troncales, pero su daño acumulado es significativo y duradero. Se estima que se han vertido 130.000 barriles de crudo en zonas habitadas por decenas de miles de familias rurales. Más graves son los incidentes del oleoducto troncal SOTE, con 65 incidentes entre los años 1972 y 2019 que derramaron aproximadamente 730.000 barriles. La mayoría de los casos han ocurrido por deslizamientos de tierra o erosión de las riberas de algún río, pero en dos oportunidades han sucedido por un terremoto.
El sector más problemático es un tramo en las estribaciones de los Andes, donde las intensas precipitaciones e inundaciones repentinas han provocado varios accidentes a gran escala. No obstante, la empresa ha mejorado su desempeño y el volumen de petróleo vertido es considerablemente inferior que en los primeros años de sus operaciones.
Petroecuador inició un programa en 2013 para enterrar sus componentes ubicados en las tierras bajas del sistema SOTE, una inversión que redujo drásticamente los incidentes hasta 2020, cuando un “caso fortuito” cortó no solo el SOTE sino también el OTC y un tercer oleoducto (Poliducto Quito Sushufundi), provocando una enorme marea negra en el Río Coca que afectó los hábitats y comunidades río abajo hasta Perú. A partir de 2022, Petroecuador y el consorcio OCP rediseñaron sus sistemas de ductos para evitar este tipo de fallas a un costo estimado de 200 millones de dólares. Mientras tanto, ambas empresas gastarán una cantidad de dinero no revelada para remediar los impactos medioambientales ocasionados por el vertido de aproximadamente 15.800 barriles de crudo.
En el caso del sistema de oleoductos peruano, éste sufre una combinación de accidentes y sabotajes. La información sobre las primeras operaciones peruanas no está disponible públicamente, pero hubo 497 derrames de crudo entre los años 2000 y 2019.
Numéricamente, la mayoría de las fugas se han producido en los oleoductos alimentadores que dan servicio a los dos principales campos de producción (lotes 8 y 192), pero tres secciones de la ONP han sufrido 27 incidentes y son la fuente de la mayor parte del petróleo vertido al medio ambiente. La gestión eficaz se ha deteriorado significativamente desde 2016, cuando 13 eventos derramaron aproximadamente 6.000 barriles de petróleo en hábitats forestales y acuáticos. El Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) llevó a cabo una inspección de los lugares del accidente concluyendo que la mayoría de las fallas fueron causadas por una combinación de corrosión interna y externa. La agencia citó y multó a una empresa estatal por mantenimiento inadecuado, y ordenó detener las operaciones del oleoducto hasta que la empresa desarrollara una estrategia plausible para reparar y operar el oleoducto. Una revisión posterior del Organismo Supervisor de la Inversión es Energía y Minería (OSINERGMIN), organismo semiautónomo dependiente del Ministerio de Energía, cuestionó esas conclusiones y determinó que diez de estos incidentes fueron resultado de intentos deliberados de sabotaje por parte de terceros.
Las comunidades indígenas ahora son conscientes de los daños que han sufrido después de cinco décadas de negligencia y laxos controles operativos, así como del reiterado fracaso de parte del gobierno para atender sus demandas. La desobediencia civil, tradicional en las comunidades andinas, es ahora una táctica rutinaria en los campos petroleros de la Amazonía peruana. El incidente más famoso, llamado el Baguazo, ocurrió el 2009 con un enfrentamiento que ocasionó muertos en grupos indígenas opuestos a las políticas públicas que habrían ampliado la producción de petróleo en la subcuenca de Maranõn durante la gestión del entonces presidente Alan García.
Desde entonces, las comunidades indígenas han utilizado movilizaciones pacíficas y a rituales de tomas de rehenes para protestar por el continuo fracaso del gobierno a la hora de atender sus demandas, muchas de las cuales tienen poco o nada que ver con las operaciones reales del oleoducto. La frecuencia de las protestas aumentó en 2018, cuando los habitantes del Río Morona impidieron las operaciones de limpieza y ocuparon una estación de bombeo. A esto le siguió en 2019 una movilización pacífica en la estación de bombeo número 5, centro logístico clave cerca de Saramiriza que fuera ocupado nuevamente durante varias semanas en 2021.
A lo largo de este período, actos deliberados de sabotaje han vertido miles de barriles de petróleo a ríos y arroyos. El malestar social ha provocado que la ONP interrumpa sus operaciones durante semanas, a veces incluso meses, exacerbando el ya desafiante entorno operativo en el área de producción de Selva Norte en la amazonía peruana. Los planes para ampliar el ramal norte para transportar petróleo del yacimiento más prometedor de la región (Lote 67) están, aparentemente, en duda ya que dos empresas, Frontera Energy (Lote 192) y GeoPark (Lote 64), han abandonado el país. PetroTal, el operador del único campo en producción (Lote 95), ha comenzado a exportar crudo a través de barcazas por la Hidrovía Amazónica.
Los ductos que dan servicio tanto a Camisea como a Urucú son sistemas subterráneos que han tenido operaciones, más o menos, sin problemas. No hay reportes de incidentes en el gasoducto Urucú–Manaos desde la finalización de su construcción en 2009, ni en el gasoducto asociado entre Urucú y Coari, que inició operaciones en el año 2000. Sin embargo, el gasoducto asociado entre Camisea y el sistema de la costa del Pacífico experimentó cinco fallas en sus primeros tres años de operación (2004-2007), lo que motivó al operador a modificar el diseño del sistema. Es importante destacar que a la fecha el gasoducto aún no ha sufrido ninguna avería.
Mitigación y Remediación de Derrames de Petróleo
Los protocolos de gestión medioambiental de las compañías petroleras se centran en evitar y mitigar los derrames de petróleo. Si se produce un derrame, la primera prioridad es contener y recuperar la mayor cantidad de petróleo posible. Después, hay que remediar los impactos.
Los derrames en tierra se contienen fácilmente, lo que facilita su recuperación. El suelo contaminado puede recogerse y trasladar a instalaciones de tratamiento, conocidas como “granjas terrestres”, donde bacterias especialmente seleccionadas descomponen las moléculas orgánicas de cadena larga y los compuestos aromáticos que constituyen el petróleo crudo. De no llevarse adelante el tratamiento, los procesos naturales eventualmente degradarán y descompondrán el petróleo, aunque esto llevará muchas décadas y, mientras tanto, envenenarán el medio ambiente local.
Los derrames en el agua son aún más problemáticos. Las manchas de crudo se expanden rápidamente por toda la superficie, mientras que los arroyos y ríos amplifican su impacto al transportarlo río abajo. En los años 2013 y 2020, las mareas negras provenientes de los derrames del río Coca en Ecuador, llegaron al Perú a más de 250 kilómetros río abajo. Los hábitats remansos, como las marismas estacionales y los pantanos de palmeras, son particularmente vulnerables ya que se caracterizan por tener agua estancada donde queda atrapado el petróleo.
Al descender los niveles de agua durante la estación seca, la marea negra impregna las superficies del suelo envenenando los hábitats bentónicos que son la base de las redes tróficas acuáticas. La degradación microbiana del crudo se producirá más lentamente en estos entornos privados de oxígeno puesto que las bacterias que se alimentan de petróleo funcionan en gran medida a través de procesos metabólicos aeróbicos. De igual forma, el petróleo es especialmente tóxico para las ranas debido a su piel frágil y muy permeable, y de la misma manera los peces y aves acuáticas también morirán cuando se expongan al petróleo.
El impacto de los derrames de crudo en la amazonía se deja sentir de manera inmediata en las comunidades humanas. Las comunidades indígenas y ribereñas se agrupan lo largo de los ríos y dependen en gran medida de la pesca para su subsistencia, por lo tanto, no sorprende que sean los críticos más acérrimos de la industria petrolera en Colombia, Perú y Ecuador. Protestan por el aumento de derrames de petróleo, así como por el fracaso institucional para remediar derrames pasados y ser compensados de manera justa por los daños que han sufrido a corto y largo plazo.
En Colombia, la lucha está liderada por representantes del pueblo Siona, un grupo indígena asentado a orillas del Río Putumayo cuya militancia ha contado con la ayuda de miembros de su etnia ubicados en Ecuador. Los grupos indígenas ecuatorianos, particularmente los Waorani, Cofan, Siona y Kichwa, han logrado articular sus reivindicaciones mediante protestas civiles. Sin embargo, de igual forma han interpuesto sus quejas a la esfera judicial, ganando importantes decisiones tanto en tribunales nacionales como internacionales. La situación es más caótica en Perú debido a una propensión nacional a la desobediencia civil, donde los manifestantes asociados con los Achuar, Awajún y Huambisa han tomado y cerrado prácticamente la ONP.
En el caso de los distintos gobiernos de la región, estos dependen en gran medida de los ingresos del petróleo y no están dispuestos a renunciar a ellos para remediar los problemas medioambientales que afectan a una fracción muy pequeña de la población nacional. Resulta difícil exigir responsabilidades a las empresas estatales debido a la protección política inherente a sus sistemas de gobierno corporativo. De igual forma, los intentos de responsabilizar a las multinacionales tampoco han prosperado, en parte porque los sistemas judiciales se han visto comprometidos por hechos de corrupción que brindan a las empresas la oportunidad de prolongar y desviar cualquier acción legal.
Los impactos secundarios
Aquellos efectos secundarios e indirectos causados por el desarrollo y explotación de hidrocarburos han provocado aún más preocupación. La experiencia de Ecuador en los años 70 y 80, donde la deforestación a gran escala acompañó el desarrollo de los campos petrolíferos en la provincia de Sucumbíos, es un ejemplo del poder de las sinergias de múltiples políticas. En este caso, el gobierno decidió vincular el desarrollo de los campos petrolíferos con inversiones en carreteras, desarrollo agrícola, reducción de la pobreza, reforma agraria y seguridad nacional. Más de 40% del total de la deforestación amazónica en Ecuador se ha producido como consecuencia de esa decisión (ver Capítulo 2). Un proceso similar sucedió en Colombia con el desarrollo de campos petrolíferos en el departamento de Putumayo.
Sin embargo, estas políticas no se repitieron en el norte de Perú, donde los yacimientos petrolíferos se desarrollaron utilizando técnicas similares a las de una plataforma en alta mar. Los equipos fueron trasladados a través de ríos mientras se construía el oleoducto, sin crear una carretera troncal permanente. Posteriormente, se construyeron caminos locales para unir las plataformas de los pozos y se estableció un camino de acceso temporal para dar servicio a la construcción del oleoducto, pero no se mejoró con terraplenes ni puentes. La consecuencia de este proceder fue no crear un corredor migratorio entre las zonas pobladas de la costa peruana y las zonas remotas de los campos petroleros.
Igualmente, el enfoque offshore (o de enclave) fue utilizado en el desarrollo del yacimiento gasífero de Camisea, ubicado en las provincias bajas del departamento de Cuzco, cuando en 2004 se conectó mediante un gasoducto con los mercados interno y externo. Del mismo modo, los brasileños optaron por desarrollar entre los años 2006 y 2009 el yacimiento de gas Urucú con un mínimo de construcción de carreteras para desalentar los asentamientos humanos. En definitiva, no existen pruebas ni informes de asentamientos humanos o talas forestales no autorizadas vinculadas con ninguno de esos proyectos.
Imagen destacada: Tres grandes oleoductos de la Amazonía andina (OTC, SOTE, ONP) tienen más de 40 años y necesitan inversiones para reducir el riesgo de fallos catastróficos. La mayoría de los tramos se encuentran en la superficie, lo que aumenta el riesgo de avería por corrosión, accidentes y sabotaje. Crédito: © Dr Morley Read, Shutterstock.
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons -licencia CC BY 4.0).