Este es Álvaro Huaman, en el uniforme de la ronda con Jhuliño y su hermano pequeño. El nombre real de Jhuliño era Egler, pero desde pequeño estaba obsesionado con el fútbol brasileño y todo el mundo empezó a llamarle por el nombre de su jugador favorito. Antes de ir a los rápidos, estaba bromenado con Jhuliño y le pregunté si tenía miedo. Él se rió y contestó “ni a la muerte” o “estoy en mi casa, waiki, ¿cómo iba a tener miedo? Fotografía de Danielle Villasana.
Si todo va según lo planeado, el pueblo de Tupen Grande dejará de existir en pocos años. Tupen Grande yace en un acantilado sobre el río Marañón, uno de los principales afluentes del Amazonas, un oasis rodeado de las paredes del cañón de más de un quilómetro de altura. Es la extensión de tránsito entre las montañas de los Andes y la cuenca amazónica a la que los peruanos llaman “ceja de selva”.
Por desgracia para los habitantes locales, esas paredes empinadas y el poderoso río que corre entre ellas no son solo un paisaje: son perfectos para hacer represas. La empresa brasileña Oderbrecht ha conseguido un permiso del gobierno peruano para iniciar la construcción de Chadin II, una represa hidroeléctrica de 600 megavatios que cubrirá la zona de Tupen y los pueblos vecinos de aguas marrones turbulentas.
El rafting llegó a Perú en los 80 y los peruanos y los entusiastas del deporte, con equipos donados o comprados de segunda mano a los extranjeros, introdujeron a sus amigos a esta afición. Jhuliño se iba a pasar tres meses viviendo en casa de Pedro Peña, al que vemos en la fotografía al lado de la casa de la familia Huaman en Tupen, cortando leña para cocinar. Como se puede ver, el grafiti al fondo dice “rechazo definitivo a Chadin II”. Fotografía de Saul Elbein
En junio de 2015, un joven guía de río y activista australiano, Bejamin Webb, dirigió una expedición de peruanos y extranjeros por el río Marañón para organizar una comunidad de resistencia a las represas, y yo me uní a ese viaje. Llegamos al pueblo justo cuando la amenaza de las represas obligaba a los habitantes de Tupen, entre ellos al eufórico guía de río Jhuliño, a mirar hacia el exterior.
Como los residentes de la mayoría de pueblos a lo largo de esta parte del Marañón, los habitantes de Tupen son campesinos descendientes de inmigrantes de las tierras altas que bajaron del alto Andes en búsqueda de tierra y libertad. “El río ruge con nuestra determinación de vivir”, escribió Ciro Alegría en La Serpiente de Oro, que describe la dura realidad de la vida en el valle del Marañón en los años 30, una época en la que los cholos – mestizos de sangre indígena y española- construyeron un mundo resistente e insular a la orilla de un río que a menudo amenaza con barrerlo del mapa.
Durante los últimos 70 años, los habitantes de Tupen y otros pueblos cerca del río han vivido igual que en los años de Alegría, en un mundo que se mueve a la velocidad humana y animal. Para cenar, se comen un pollo que estaba vivo por la mañana, cocinan con madera recogida de los árboles fruteros de la zona, riegan los cultivos y beben del agua de canales hechos a mano que cruzan el arroyo sobre el pueblo, y a menudo caminan hasta tres horas para visitar a sus amigos y familiares en aldeas a lo largo del río.
Normalmente, las gentes del Marañón no suelen atravesar el río y, de hacerlo, son muy cuidadosos. Utilizan grandes balsas o barcas hechas atando troncos con una cuerda para cruzar las partes “llanas” o, a veces, para realizar un viaje hacia abajo. Estas balsas construidas de forma local, varadas en el pueblo natal de Ciro Alegría, Calemar, son las mismas que él describe en La Serpiente de Oro. Al lado están los botes de alta tecnología que la expedición de Webb alquiló a Contos. La ventaja de Contos, Webb y otros proveedores es la tecnología moderna, con sus luces, barcas robustas y las lecciones obtenidas del rafting en aguas bravas en la parte occidental de los Estados Unidos. Todo esto les hace poder atravesar el río de forma segura. Fotografía de Saul Elbein
La única intrusión de la modernidad son los omnipresentes teléfonos móviles, que se cargan con paneles solares acoplados a las baterías de los coches, y la televisión en la sala principal de la tienda de César Chávez Romero. Los hombres de Tupen se sientan allí y beben gaseosa de Guaraná o cerveza caliente y ven el fútbol mientras sus esposas hacen la cena y bañan o duermen a los niños.
“La vida aquí está bien”, dijo Inez Huaman, que vive más allá de la plaza principal en Tupen. “Es muy natural. No hay medicina en la comida. Tenemos todo lo que necesitamos al alcance de nuestra mano”. Lo único que no tiene el pueblo es un centro médico, ni tampoco un instituto. Inez y su afable marido Álvaro, agricultor cocalero, enviaron a su hijo mayor, Jhuliño, a un instituto en la ciudad. Como la mayoría de padres con los que he hablado en Tupen, Álvaro no quería que su hijo fuera agricultor, pero quería “que supiera que siempre tendría un sitio al que volver si quería”.
Esta balsa amarilla es en la que bajé por el río, su dueño, Edgar Ramos, está sentado a la derecha y Jhuliño hace un gesto de aprobación con los pulgares. Estaba orgulloso de unirse a los guías que acompañaban a la expedición de Webb. Como la mayoría de miembros de la comunidad del río Marañón, los guías están unidos por la pérdida: todos tienen amigos que han muerto en el río o en accidentes terribles para llegar al río. Fotografía de: Danielle Villasana.
La llegada de los inspectores de Chadin II puso su futuro en peligro: los ingenieros de las presas prometieron a la gente de Tupen mucho dinero por los títulos de propiedad y la posibilidad de establecerse allí donde quisieran. Sin embargo, la gente no sabía si creerles. “Llegaron con muchas mentiras, diciéndonos que solo estaban recogiendo animales”, afirmó Emer Romero, un campesino de 22 años. “Pero querían destruirlo todo y sabían que no les ayudaríamos si nos lo decían”.
El verano de 2014, otro grupo de forasteros había llegado a la ciudad. Rocky Contos, explorador experto en kayak, llegó a la orilla de Tupen con muchos turistas y una misión. Contos quería mantener el Marañón sin presas, en parte por razones ecológicas y en parte porque vio un potencial para el turismo en el valle del río Marañón, al que se refiere en su promoción como Gran Cañón del Amazonas.
Como el río es peligroso, los pueblos del Marañón no lo usan para el transporte. Dependen de las carreteras para importar bienes y exportar coca y café. Algunos pueblos tienen la suerte de tener una carretera cerca que se puede cruzar en coche. Calemar está a un viaje en teleférico de la otra orilla del río. En Tupen, Mendan y otros muchos pueblos, sin embargo, cualquier cosa del exterior (arroz, cerveza, gaseosa, herramientas) tiene que llegar por el difícil camino en mulas. La dependencia de los caballos y las mulas hacen que Tupen sea uno de los pocos sitios donde tratar con caballos es una habilidad necesaria. En un viaje fuera del cañón, la familia de Jhuliño me confió un caballo que debía devolver a unos parientes que vivían más arriba. Se llamaba Canelo y no había tenido una vida fácil. Aquí está en Pata de Gallina, en el paso donde el camino rompe a través de los pueblos de las montañas del Amazonas. Fotografía de: Saul Elbein.
Cuando Contos llegó por primera vez a Tupen y Mendan, fue detenido por la ronda, una patrulla autónoma de campesinos, que creía que el grupo de Contos era un grupo de inspección de presas camuflado. El cabeza del grupo suavizó las cosas con una donación de 200 dólares a la ronda, que fue a parar – como supo más tarde – a la compra de los chalecos verdes y las porras que definen el uniforme de un rondero.
Para cuando la expedición de Webb y yo llegamos allí este verano, el nombre de Rocky nos abrió todas las puertas porque, como se oía una y otra vez, “¡Don Rocky apoya al pueblo!
Rocky Contos habla mucho de crear un modelo de activismo en el pueblo en el que el turismo financiará la organización local y apoyará el control local para mantener a los inspectores y las presas alejados. Este modelo, según espera, se podría traspasar a los “Grandes Cañones” de otros grandes ríos salvajes del mundo como el Nilo Azul o el Yangtze.
Contos también quiere que los niños del pueblo se familiaricen con el negocio de la bajada por los rápidos para que, con el tiempo, aprendan a ser guías.
Para la familia Huaman y para los niños del pueblo, el turismo no solo sonaba a mucho dinero, sino también a una buena forma de hacer que gente de lugares lejanos se interesara por el futuro del río
El pueblo de Tupen enmarcado por el llamado Gran Cañón del Marañón. El río divide las regiones peruanas del Amazonas (en primer término) de Cajamarca (al fondo), de donde provienen los ancestros de Jhuliño. El rico verde de Tupen contrasta con el beige estéril de las montañas desiertas. En parte porque Tupen yace sobre los ricos sedimentos de aguas arriba, atrapados por el río. Este nutritivo sedimento es una de las fuentes de alimento del río Amazonas y su terreno inundable. Su paso se verá bloqueado si se ponen presas en el río Marañón, lo cual posiblemente tenga efectos negativos para la fertilidad de la tierra y la biodiversidad en la cuenca del Amazonas. Fotografía de Saul Elbein.
Fue a Jhuniño, el hijo de 18 años de Álvaro Huaman, a quien convencieron de ser guía de río. Dejó el valle y tomó el viaje de autobús de un día de duración hasta Lunahuana, un pueblo turístico a tres horas al sur de Lima, y aprendió a ser guía del río Cañete para grupos de limeños que viajaban el fin de semana. En 2015, se dirigió a casa como parte de la expedición antirrepresas organizada por Webb. El viaje cubría 328 quilómetros desde la ciudad minera desierta de Chagual, en la sierra alta, hasta el borde el Amazonas.
Este viaje era revolucionario para Jhuniño y para la gente del valle. Jhuliño se convirtió de repente en la figura central de la nueva alianza entre los mayores de Tupen y los activistas gringos antirrepresas. También era un chico de 18 años en la aventura de su vida.
Yo también estaba allí, como parte de un trabajo para Men’s Journal y Mongabay, para ver el valle antes de que se inundara. Pasé gran parte de esas tres semanas en una balsa de plástico amarillo Hyside, frente a frente con Jhuliño, bromeando, memorizando canciones pop en español, viendo el río pasar…
Los sedimentos no son lo único que la Serpiente de Oro se lleva río abajo. Literalmente, lleva oro también. Durante la temporada del café, los hermanos Díaz Vega (Rogelio, Julio, Edgar y Segundo) cultivan bayas en una plantación en las tierras alta. El resto del tiempo son mineros de oro artesanales. El sedimento que contamina el oro se agita en un cubo con agua, luego se vierte en una rampa forrada con telas pesadas espolvoreadas con mercurio. Las partículas de oro se hunden en la tela, los hermanos extraen el oro de la tela en cubos llenos de mercurio que remueven con sus manos. No parecían ser conscientes de que el mercurio es tóxico. “Hará que os tiemblen las manos y os volverá locos”, les dije. “Protegeos con algo, al menos” Rogelio, vestido de naranja, se iluminó. “¿Como guantes? ¿Podríamos llevar guantes” Fotografía de: Danielle Villasana.
Hombres en Mendan, a tres horas caminando río arriba de Tupen, prensan las hojas de coca en un palé para cargar las mulas y llevarla a los mercados de Celendin, Cajamarca, donde ENACO, monopolio de las hojas de coca del gobierno, la comprará. ENACO paga 370 nuevos soles, unos 110 dólares, por 100 quilos. Esta cantidad insignificante tiene que cubrir la plantación, el cuidado, la cosecha, la recolección, el secado, el prensado y el transporte de las hojas. Los agricultores cocaleros sufren la manipulación de los precios por parte de los intermediarios, al igual que los cafeteros, extractores de polvo de oro y productores locales de otros bienes “primarios” artesanales. Los agricultores cocaleros me explicaron que, en contraste, el mercado ilegal que alimenta la afición por la cocaína en occidente paga cerca del doble de lo que ofrece ENACO. No pregunté a dónde iban esas hojas de cocaína recién prensadas. “Si pones esto en internet, por favor no pongas nuestro nombre. No queremos problemas con la policía”, nos dijeron los hombres. Fotografía de Danielle Villasana.
Por el camino, Peña y Webb hablaban con los agricultores de las comunidades cerca del río pidiéndoles que no hicieran caso de Oderbrecht acerca de Chadin II. Esta mujer, Doralina, nos dijo que los ingenieros habían ido a hacerle promesas. Le habían prometido educación para sus hijos y formación vocacional para ella, además de una casa allá donde quisiera vivir – en Chachapoyas, el capitolio provincial, o en Lima. “Pero yo no les creo”, dijo. “No sabemos qué creernos ni qué son mentiras”. Fotografía de: Saul Elbein.
Es difícil dar una idea de cómo es el cañón, pero esta es la vista de un desfiladero subiendo desde Mendan. En lo que se denomina una “zona de mucha erosión”, el viento y el agua limpian el río constantemente. Fotografía de Saul Elbein.
Jhuliño proviene de una cultura de contadores de historias – algunas de las mejores que he oído. Parece que su familia siempre esté hablando, contando historias de lo que ha pasado ese día o en tiempos de los incas. Estas son las ruinas de Talap, que yace cerca del paso en las montañas sobre Tupen. Hace tiempo, según me contó Jhuliño, una mujer de Talap tenía un gallo que puso dos huevos de los que salieron dos serpientes. La mujer los alimentó con leche caliente y sopa de calabaza, y crecieron tanto que un día en el que la mujer tardaba en servir la cena, una de las serpientes trató de comérsela. Asustada, tiró la sopa a la serpiente y la mató. Días después, mientras la serpiente superviviente se mostraba en el altar de la iglesia, el suelo empezó a temblar, la serpiente empezó a crecer y todo Talap, excepto la mujer y la campana de la iglesia, desapareció. La serpiente reptó hacia Cajamarca creando terremotos a su paso. Fotografía de Saul Elbein.
La madre de Jhuliño, Inez Huaman, es parte de una extensa familia que vive a lo largo del río. En esta foto, en Tupen, cocina en el fuego de la familia. Excepto en ocasiones especiales, las comidas consisten en arroz y una pequeña porción de pollo, huevo o atún en lata. Fotografía de Saul Elbein.
Jhuliño entró en Tupen y Mendan como un héroe conquistador, rodeado de primos y amigos. Camina por el camino que baja de la escuela primaria de Mendan abrazando a una de sus primas. Fotografía de Danielle Villasana.
Cuando la expedición visitó Tupen, fui a comer a casa de Emerson Chávez (en el centro con la camiseta negra). A la izquierda están su sobrino y su amigo Jhuliño y a la derecha estoy yo. Después de la comida tranquila del sábado, consistente en yuca y estofado de pollo, nos relajamos a la sombra para hacer la digestión. Fotografía de Francisco Campos-López
En Tupen, Jhuliño convenció a sus primos, Iván (a la izquierda) y Henry (a la derecha) para que se unieran al viaje río abajo. Los dos estaban tensos, no como Jhuliño; no habían pasado tres meses entrenando en el río, y ambos conocían a gente que se había ahogado. El padre de Iván había desaparecido en el río hacía diez años, nunca encontraron su cuerpo. En el río, Jhuliño presumía del dinero que se podía ganar en un año en el Cañete. Empezó a enseñarles de la misma forma que le habían enseñado a él. “Veis”, explicaba cuando nos acercábamos a olas grandes, “si la ola es abierta, inclinaos hacia ella. Si es cerrada, inclinaos hacia atrás. Si lo hacéis mal volcaréis”, explicaba. “¿Y qué pasa si volcamos?”, preguntó Henry. Jhuliño sonrió. “Ya llegaremos a eso, tenemos mucho tiempo”. Fotografía de Danielle Villasana.
Llegamos a Pongo de Rentema el 9 de junio, el último día de viaje. Ahí es donde los ríos Utcubamba y Chinchipe se unen al Marañón, más arriba del pueblo de El Muyo. “Muyo” y “Pongo” son palabras en español amazónico para referirse a un remolino. Más debajo de Rentema, el río Marañón crece mucho y con mucha fuerza, las corrientes chocan las unas contra las otras y crean remolinos enormes.
En El Muyo las cosas fueron terriblemente mal. Después de comer, parte del equipo decidió bajar en kayak por la quebrada de El Muyo. El “creeking” (descenso por riachuelos), como le llaman, es peligroso y en el proceso se perdió un kayak. Jhuliño bajó por el río en motocicleta con un chico del pueblo para buscar el kayak. Lo encontraron en la corriente de la quebrada. Jhuliño se quitó la ropa y saltó a recogerlo. No llevaba casco ni chaleco salvavidas. “La última persona que vio a Jhuliño fue el chico de la motocicleta. Lo vio subido al kayak, remando sobre él como si fuera una tabla de surf”. Dijo Benjamin Webb más tarde. El chico de 18 años giró en una curva y se perdió de vista.
Jhuliño era un nadador fuerte, pero lo que no sabía mientras maniobraba con el kayak hundido era que lo que había tras la curva era una hilera de remolinos con una fuerza violenta. “En un barco puede que estés bien”, afirmó Webb, “incluso si llevaras un chaleco salvavidas, podrías tener posibilidades, pero sin él…” Fotografía de Creative Commons.
Los padres de Jhuliño y su tía recorrieron el duro camino cuesta arriba a pie para llegar al pueblo mercantil de Bagua Chica para ayudar en la búsqueda del cuerpo de Jhuliño y llevarlo a casa una vez lo encontraran Aquí vemos a su tía, en la cocina de Mendan, el pueblo hermano de Tupen. Alguien le había dicho que había anacondas en la selva, y ella se puso de rodillas y rezó. “Le recé a Dios,” me explicó, “para que si estaba vivo, por favor lo mantuviera a salvo, pero si estaba muerto, que cuidara de su cuerpo y lo llevara a las manos de algún barquero”. Fotografía de Saul Elbein.
En el Marañón, hay puntos específicos en los que aparecen los cuerpos dos o tres días después de ahogarse. El de Jhuliño se encontró dos días después de que desapareciera, cerca del pueblo de Chiriaco. Entre aquellos que estaban presentes se respiraba un clima de alivio, al menos no había desaparecido, al menos ahora todos sabían qué hacer. Álvaro Huaman fue a buscar ropa para un entierro y a conseguir un ataúd, la tía de Jhuliño fue a comprar 40 quilos de ternera para la comida del funeral. La noche del día que se encontró el cuerpo de Jhuliño, fuimos a pie con su familia a acompañar el cuerpo hasta casa, llevando el ataúd sobre los hombros en la oscuridad del valle. El siguiente día al amanecer, después de una noche entera de viaje, llegamos a la cima sobre el Marañón en Pata de Gallina, cerca de la ciudad perdida de Talap, y encontramos a dos decenas de personas de Tupen esperando en silencio para ayudar a llevar el cuerpo de Jhuliño a casa. Fotografía de Matt Primono.
El entierro empezó con un rezo rápido en español y un Ave María. Después Pedro y otros tres hombres del pueblo levantaron el ataúd. Lo llevaron a la iglesia e hicieron una reverencia a la Virgen. Se inclinaron delante del colegio y luego lo llevaron cuesta arriba hasta el cementerio del pueblo con un río detrás formado por los demás vecinos. Había tanta gente que no cabíamos en el estrecho camino y tuvimos que atravesar por los campos de coca. En cuanto el ataúd estuvo en el cementerio, todo el pueblo se abalanzó y empezó a tirar tierra sobre él con las manos. Cuando el último montón se lanzó, una bocanada de viento recorrió el valle, arrastrando una tormenta de arena sobre el pueblo. “Si no hubiera estado allí, no lo habría creído”, dijo el guía Henry Mayorga. Dos hombres mayores, según me dijo Inez Huaman, vieron la tormenta de arena transformarse en un torbellino y vieron la cara de Jhuliño. “Dicen que estaba sonriendo”. Fotografía de Matt Primomo.
Benjamin Webb, en el largo camino, sopla una caracola en memoria de Jhuliño. Era el “destino”, nos decían todos después del funeral. El destino había hecho que saltara al río sin chaleco salvavidas. El destino había causado pesadillas a su madre y su tía antes de que se fuera, el destino hizo que Jhuliño las ignorara. “No deberíais sentiros culpables”, nos dijo Inez a los demás. “Siempre hizo lo que quiso, a mí tampoco me escuchaba”. Quizás también el destino, hiciera que unos extraños llegaran para proteger el Marañón. “A mi hijo le importaba proteger el río más que ninguna otra cosa”, Álvaro Huaman explicó a Rocky Contos los días después del funeral. “Sería un buen legado para él que continuáramos”. Según le dijo a Contos, había un primo interesado en aprender a ser guía, ¿podría ser que aprendiera? Fotografía de Matt Primomo.