La polémica represa de Belo Monte, en funcionamiento en 2016 y la tercera más grande del mundo, fue impuesta a la población de Altamira, en el estado de Pará, y ahora se cree que fue construida en gran parte como un pago a la industria de la construcción brasileña por parte del entonces partido gobernante, el Partido de los Trabajadores, por contribuciones recibidas durante la campaña.
Una alianza de las comunidades indígenas y tradicionales y ecologistas internacionales se opuso a la represa sin ningún resultado. Hoy en día, la cobertura mediática que en su día dirigió los ojos del mundo hacia Belo Monte ha desaparecido. Pero eso no ha puesto punto final al sufrimiento y al daño derivados del proyecto.
El futuro del programa de construcción de grandes represas de Brasil no está claro, con una parte del gobierno de Temer que lo declara acabado, mientras que otra parte dice que el programa debería continuar. Más evidente es el daño continuado al medio ambiente y a las comunidades indígenas y tradicionales que está siendo causado por los grandes proyectos hidroeléctricos ya finalizados.
Un buen ejemplo: la represa hidroeléctrica y el embalse Belo Monte, ubicados en el río Xingú del Amazonas y el tercer proyecto de estas características más grande del mundo.
El fotógrafo Aaron Vincent Elkaim y yo pasamos tres meses en la Amazonía brasileña, entre noviembre del 2016 y enero del 2017, en los que documentamos Belo Monte después de que entrase en funcionamiento.
Teníamos nuestra base en Altamira, que en su día había sido una ciudad pequeña y que vio un crecimiento explosivo cuando el gobierno brasileño decidió construir la polémica represa de seis mil millones de dólares.
La represa fue construida en un tiempo récord de tres años, a pesar de la indignación generalizada y las protestas de los habitantes del lugar, junto con la comunidad medioambiental, indígena e internacional. Importantes personalidades públicas, como el cantante Sting, el director de cine James Cameron y el político y actor Arnold Schwarzenegger pusieron en marcha una llamativa campaña mediática contra el proyecto, pero ni estos esfuerzos de cabildeo fueron suficientes para cambiar la dirección de la administración de Dilma Rousseff, que gobernaba Brasil en ese momento.
Según la ONG y órgano de control, International Rivers (Ríos Internacionales), en última instancia al menos 20 000 personas fueron desplazadas por la represa, aunque la organización local sin ánimo de lucro, Xingú Vivo, pone el número en 50 000. Finalmente, el proyecto consiguió contener el Xingú, un importante afluente del Amazonas que había sido imponente y era sustento de miles de comunidades indígenas y forestales.
Altamira, que se encuentra justo río abajo de la represa, se transformó de la noche a la mañana para convertirse en una ciudad pujante y ruidosa: la población se disparó de 100 000 a 160 000 en solo dos años. Surgieron hoteles, restaurantes y casas. Así como burdeles. Según una anécdota ampliamente divulgada, había una demanda tan grande de trabajadoras del sexo en Altamira que las prostitutas pidieron a los representantes locales de Norte Energía, el consorcio que estaba construyendo la represa, que escalonase las nóminas mensuales a sus trabajadores con el fin de no abrumar a las prostitutas en el día de pago.
Cuando Aaron y yo llegamos a Altamira en el 2016, la ciudad todavía mantenía algo de su encanto. En el atardecer las familias paseaban por un conocido bulevar que rodea el río Xingú y los restaurantes permanecían abiertos hasta tarde. Pero Aaron, que ya había pasado dos años en la región antes que yo, vio una Altamira diferente. Describió la ciudad que yo estaba viendo como “vacía”, y señaló la desaparición de las vibrantes comunidades de ribeirinhos, “ribereños”, que habían vivido durante generaciones de la pesca a la orilla del río y habían sido desplazadas por la represa. Muchos fueron reubicados por el consorcio Norte Energía a casas suburbanas idénticas a las afueras de la ciudad, lejos del río y de su pesca de subsistencia y sin acceso al trasporte público.
Ana de Francisco, una antropóloga que vive en Altamira y experta en las comunidades de ribeirinhos, estima que hasta 5000 de estas familias fueron desplazadas.
Belo Monte no fue la represa de las Tres Gargantas —el proyecto chino que desplazó a más de un millón de personas en el 2009— pero causó estragos; destruyó comunidades y modos de vida tradicionales, a la vez que dañó el ecosistema acuático del Xingú, el cual tiene unas especies de peces y tortugas únicas.
Lo paradójico de Belo Monte es que la compensación repartida a las comunidades indígenas durante la construcción de la presa —hasta 10 000 dólares al mes para cada grupo indígena durante dos años— es, en gran medida, responsable del daño: el repentino incremento de dinero en efectivo provocó una prisa en las comunidades rurales por aceptar los servicios y bienes de consumo modernos. A la vez que las personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares, hubo un aumento inusitado en el alcoholismo, la prostitución y las disputas entre tribus; las condiciones se deterioraron tanto que incitaron a un fiscal brasileño a demandar a Norte Energía por causar “etnocidio”, —la destrucción de la cultura indígena—.
Luego llegó la mina Volta Grande (también conocida como mina Belo Sun): un proyecto distinto para instalar una inmensa mina de oro río abajo de Belo Monte, solo a 10 kilómetros del grupo indígena Juruna, el cual ya había sufrido la construcción de la represa.
Si se construye, sería la mayor mina de oro industrial de Brasil, que eclipsaría la mina de oro Serra Pelada, que se hizo famosa por las fotos de Sebastião Salgado en los años 80, las cuales, como una escena sacada del Infierno de Dante, mostraban a los trabajadores sumergidos en el barro como insectos en lo más profundo del infierno de múltiples niveles de una mina de oro gigantesca a cielo abierto.
Había muchos residentes locales en favor de la mina de oro Volta Grande porque traía la promesa de trabajo. Pero los ecologistas, los mineros a pequeña escala y las comunidades indígenas que vivían cerca aborrecían el proyecto, que temían fuese nefasto para sus hogares y medios de vida. Si las represas de residuos de la mina de oro reventasen alguna vez, como ocurrió en la mina brasileña de Samarco en el 2015, no habría escapatoria para aquellos que viviesen cerca. Serían forzados a correr para salvar sus vidas o ahogarse en una ola bíblica de lodo tóxico.
Aunque cambios enormes han arrasado Brasil en los últimos meses, no todas las noticias han sido malas a lo largo del río Xingú y en el Amazonas. El proyecto Volta Grande fue paralizado por un tribunal federal en diciembre de 2017 por no consultar adecuadamente a las comunidades indígenas. En un inesperado giro de 180 grados, el gobierno brasileño desechó una lista de proyectos de grandes represas que había planificado, proyectos que habrían desplazado a miles de indígenas, sobre todo a los del grupo Munduruku.
Durante nuestra estancia en Altamira, Aaron y yo fuimos a investigar las consecuencias de Belo Monte a nivel humano, observar las minucias del día a día y hablar con la población cara a cara. Lo que vimos es que cuando la población ve destrozados sus vínculos culturales, sus comunidades y su medioambiente, ninguna compensación, no importa lo grande que sea, parece capaz de reemplazar el vacío dejado atrás.
Las personas resisten y se adaptan a dichos cambios desgarradores por todos los medios posibles, como los Juruna, que han continuado resistiendo la mina de oro Belo Sun con habilidad política y una determinación recalcitrante.
Pero para otras comunidades, familias e individuos la pérdida de un vínculo cultural con su entorno físico —el hogar, el bosque y el río— resulta insoportable. No es ninguna sorpresa que la población indígena en Brasil tenga uno de los índices de suicidio más altos en América del Sur. Según el Ministerio de Sanidad del país es tres veces la media nacional de otros brasileños. En la actualidad, también son la población más amenazada con la pérdida de tierras y también con They are also the people currently most threatened with land loss, and with violencia derivada de los conflictos territoriales.
Según el Instituto Nacional de Investigación Espacial del Brasil, la deforestación se disparó en el 2016, representó un incremento del 75 % después de un mínimo histórico en el 2012, y con la bancada ruralista, el grupo de presión de la agroindustria que controla el Congreso, la mayoría de los expertos esperan que la deforestación aumente este año y probablemente en los años venideros, lo que incrementará las emisiones de gases de efecto invernadero y pone en riesgo la promesa de Brasil en el Acuerdo Climático de París.
Hoy en día, la represa hidroeléctrica Belo Monte constituye un aviso —prueba del daño causado por los grandes proyectos mal diseñados en el Amazonas—. Debido al creciente cambio climático y a la sequía que está reduciendo los caudales del río Xingú, parece casi seguro que la represa nunca cumplirá los objetivos económicos ni de producción de energía prometidos. Y hoy en día, aquellos cuyas vidas fueron destrozadas por la construcción corporativa de represas en el “río de los dioses” tienen dificultades para encontrar un camino a seguir.
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