- Científicos, técnicos y agricultores del cordón hortícola de La Plata y el sur de Buenos Aires diseñaron medidas para adaptarse a los eventos climáticos extremos.
- Esta zona productiva, la más importante del país, afronta periodos de intensas precipitaciones y también largas sequías que ponen en riesgo los cultivos.
- Para sostener la producción de alimentos, el proyecto Resilientes planteó acciones como la gestión del agua, la transición agroecológica, el análisis de datos climáticos y el fortalecimiento de los modelos de venta.
En las últimas décadas, violentas tormentas han golpeado a los productores del cinturón hortícola de La Plata y el sur de Buenos Aires. Planchas de nylon rotas y restos de palos desperdigados, suele ser lo único que queda de los invernaderos ante estos eventos climáticos.
“Los temporales nos dejaban en situaciones difíciles de remontar”, cuenta la productora agrícola Melanie Pérez. Las secuelas de los fuertes vientos no terminaban con los daños en las estructuras que cubren los cultivos, sino que venían acompañadas de extendidos cortes de luz. Las ráfagas de viento suelen desmantelar fácilmente el precario sistema de tendido eléctrico de la zona.
Lejos de llegar la calma, lo que seguía a las tormentas eran semanas sin energía eléctrica. Y eso significaba no poder regar sus terrenos, ya que el sistema de bombeo para distribuir el agua dependía de la corriente. Muchas veces se perdía la producción de la temporada, recuerda Pérez. Veía cómo los cultivos de lechuga, tomate y acelga, se secaban, ya que tras las tormentas venían varios días sin precipitaciones.
Las familias productoras notaban que la intensidad de estos fenómenos iba en aumento. Si no hacían algo, la supervivencia de los cultivos se vería seriamente amenazada. En ese contexto de vulnerabilidad, fue que las organizaciones agricultoras de la zona se aliaron con técnicos y especialistas para, en conjunto, diseñar medidas de adaptación.
Cuando se empezaron a organizar —en la década del 2010— el concepto de cambio climático no era familiar entre los productores. Lo que sí existía era una preocupación e interés por cambiar hábitos y manejos.

En los primeros espacios de intercambio que habilitó el proyecto Resilientes en 2019, coordinado por técnicos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), se recogieron las percepciones que los productores tenían sobre el clima de la zona. En esta iniciativa participaron 34 familias agricultoras de las organizaciones MTE Rama Rural y de la Asociación 1610, dos colectivos de la economía popular que buscan mejores formas de generar y comercializar alimentos.
Los científicos del INTA querían trazar paralelos entre los testimonios de los productores y lo que registraban los datos duros respecto a las variaciones climáticas. ¿Las percepciones empíricas tendrían su correlato científico?
Natalia Gattinoni, meteoróloga del instituto de Clima y Agua del INTA Castelar, fue la encargada de hacer el cruce. Su primera tarea fue revisar los datos que la estación meteorológica de La Plata poseía desde 1950.
Teniendo esa información, tuvo que identificar los índices climáticos que usaría para vincularlos con las percepciones hechas por las familias. Así fue hallando interesantes asociaciones: los veranos más calurosos expresados por los productores se pudieron cotejar con el índice días de verano; o el aumento de tormentas que decían notar las familias se cruzaron con los índices de precipitación anual y días con lluvia mayor a 25 milímetros, entre otras.
Como se esperaba, la meteoróloga encontró correlación entre lo expresado por los productores en los talleres y las series de datos estudiadas. En ese análisis se detectó una tendencia a la disminución de heladas, el aumento de temperatura y la aparición de lluvias más intensas y de corta duración.
Para Gattinoni, este trabajo no buscó corroborar los relatos de las familias, sino que fue una oportunidad para “darle robustez a lo que ellas comentaban, que sea una forma de tener evidencia de lo que está pasando con la variabilidad climática”. A su vez, destaca el lado funcional de este tipo de estudios. “Pueden ser herramientas que permitan direccionar cuáles son los aspectos críticos a priorizar”, cuenta.
Como parte del análisis, se identificaron medidas de adaptación que pueden mitigar los impactos de ráfagas y temporales. Aparecieron opciones como las cortinas rompevientos, es decir, hileras de árboles formando una barrera en dirección opuesta al viento; la posibilidad de capturar el agua de lluvia para el uso productivo y evitar inundaciones, y también el rediseño de los invernaderos, usualmente en forma de capilla, a un formato de túneles.
De los primeros intercambios entre productores y técnicos, emergió la revitalización de los suelos como una urgencia a atender. Tanto las inundaciones como las extensas sequías —sumado al uso recurrente de agroquímicos— habían deteriorado la capacidad regenerativa y fertilidad de los terrenos.

En ese contexto, durante cuatro años, el proyecto Resilientes, una iniciativa del INTA en Argentina en el marco del programa Euroclima+ de la Unión Europea (UE), buscó que mujeres y hombres rurales desarrollaran herramientas para hacerle frente a la exposición y variabilidad de los riesgos climáticos.
Edurne Battista, diseñadora industrial del INTA, menciona que cuando arrancó el programa, ya entre algunas familias del cordón hortícola existía interés en cambiar hacia un manejo más sostenible de los recursos. Resilientes potenció esos avances.
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Revitalizar los suelos
A inicios del 2010, Melanie Pérez y otros productores notaron que el modelo tradicional de producción que tenían no les resultaba favorable. “Había una necesidad económica”, refiere.
El suelo les rendía cada vez menos, porque era azotado por eventos extremos (inundaciones y sequías), debían afrontar el encarecimiento de los pesticidas, y la comercialización de sus alimentos estaba condicionada por los intermediarios.
Pérez, que representa a una tercera generación familiar dedicada a la agricultura, entendió que era momento de reformular las prácticas instaladas. “En ese momento fue una apuesta, la agroecología era un mercado a explorar”, apunta.
El sistema intensivo de producción estaba instalado desde mediados del siglo pasado, cuando la zona sur de la capital argentina se convirtió en la principal área hortícola del país. A 40 km de Buenos Aires, en las proximidades de La Plata, se asentaron inicialmente migrantes italianos y españoles para trabajar la tierra. En los años ochenta, la migración boliviana se hizo más fuerte en la zona, asumiendo el protagonismo productivo.
Desde ahí se abastece con alimentos (principalmente hortalizas como lechuga, acelga, brócoli) a más de 15 millones de personas en un radio de 100 kilómetros, que incluye los grandes centros urbanos de Buenos Aires y La Plata. Según estimaciones del INTA, todo el cinturón hortícola cuenta con una superficie cultivable superior a las 7 000 hectáreas.
La horticultura intensiva sigue dominando en la zona. “La mayoría de productores no son propietarios de la tierra”, menciona la ingeniera agrónoma Camila Gómez, jefa de la agencia de extensión del INTA La Plata.
Según la especialista este factor termina condicionando los modos de trabajo ya que “hace que estén obligados a generar la mayor cantidad de producción posible en el menor tiempo posible y en la menor superficie disponible”. Esa presión impacta en la capacidad de los suelos.
Las parcelas que manejan los productores son cada vez más pequeñas —no superan una o dos hectáreas— se cultiva una misma especie y el uso intensivo que se hace en ellas, para acelerar la cosecha, requiere de fertilizantes y agroquímicos.

Después de una cosecha, con los suelos maltratados, la segunda puede tardar o presentar mayores dificultades. “La lechuga ya no viene”, es una frase que varias veces escuchó Gómez en boca de distintos productores. Uno de ellos, es Gonzalo Loureiro, quien apostó por la agroecología —diseño, desarrollo y gestión de ecosistemas agrícolas sostenibles— como sistema de producción y modo de vida. Refiere que, bajo el modelo de agricultura intensiva, muchas parcelas de sus vecinos se han degradado a niveles en los que se genera una dependencia absoluta de nutrientes externos. “Hay producciones que no dan bien si no tienen a la mano todo el paquete tecnológico de los agroquímicos”.
La agroecología apareció como una salida para revitalizar los suelos. A través de talleres prácticos, los especialistas y las familias trabajaron en la incorporación de abonos verdes, la fabricación de bioinsumos y el mulching vegetal. Esta última técnica llamó la atención de los productores, ya que descubrieron que al cubrir el suelo con material orgánico (pajas, maderas trituradas), se protegía de la erosión y de los daños que podrían causar los vientos y lluvias fuertes.
La aplicación de estas técnicas fue progresiva. A modo de prueba y error, las familias participantes implementaron prácticas agroecológicas en un terreno común. Al notar las mejoras, y con el dominio adquirido, cada una lo fue aplicando en sus propias quintas.
Loureiro vio cómo los suelos volvían a dar frutos. Las hortalizas reaparecieron en un entorno más amable con el ecosistema. “El proceso es un poco más lento que en el modelo intensivo porque no usamos insecticidas, pero cuando hacemos producción agroecológica estamos seguros de lo que comemos”, sostiene.
“En los últimos años también empezamos a diversificar con especies que no eran comunes en la zona, como la zanahoria o la batata con buenos resultados”, dice Melanie Pérez.
Desde el INTA alientan la diversificación en las parcelas, para dejar atrás la extendida práctica del monocultivo. Camila Gómez refiere que cultivar especies diversas no sólo reduce los riesgos económicos, sino que también contribuye a hacer suelos más resilientes y da equilibrio biológico. “Se puede aprovechar la diversidad silvestre como un recurso espontáneo de los sistemas. Las plagas y la microfauna está mucho más regulada naturalmente”, explica.
La especialista indica que un modelo productivo diversificado, con menos cubierta plástica y menos dependiente de insumos, reduce el impacto de un fuerte temporal, permitiendo una mejor regeneración de los suelos.
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Gestión del riego
Desde hace tres años, la provisión de agua dejó de ser un problema recurrente para las 34 familias productoras que participan del proyecto Resilientes. A través de encuentros, los productores y el personal científico identificaron las mejores opciones para garantizar el acceso al agua y un uso más eficiente del recurso. El sistema empleado para extraer agua de pozo requería de mucha energía eléctrica y tenía problemas de diseño. La presión para activarlo era tal, que terminaban extrayendo más agua de lo requerido. “Se desperdiciaba agua, ya que tenían que dejar correr el agua sobrante”, dice Edurne Battista, diseñadora industrial del INTA.
Se pensó en una alternativa que les diera autonomía a las familias. Ante la precariedad de las conexiones eléctricas expuestas a las tormentas, se diseñaron y armaron reservorios que funcionan en base a la energía de paneles solares. Estos grandes tanques almacenan agua de lluvia, con una capacidad máxima de 33 000 litros.
Como parte del proyecto Resilientes, se instalaron 44 reservorios en diferentes parcelas del cinturón hortícola. La autonomía que buscaban los técnicos apuntaba a que las medidas implementadas no terminaran en un programa puntual. Por ello, se enfocaron en la enseñanza de una metodología. “El objetivo es que estas tecnologías puedan ser replicadas por cualquier familia, con materiales que tengan a mano en caso que lo necesiten”, agrega Battista.

Melanie Pérez comenta que el agua almacenada en estos reservorios (de la temporada de lluvia anterior) les permitió afrontar un difícil 2023. El año pasado estuvo marcado por varios meses de sequía, así como la falta de recursos para perforar el suelo y conseguir agua.
El tradicional sistema de riego se vio afectado por la sequedad del suelo, ya que para llegar al agua subterránea había que llegar a capas más profundas. “En cambio, ahora el agua que ya teníamos almacenada en los reservorios nos permitió regar y salvar nuestros cultivos”, cuenta la productora.
El nuevo sistema también permite una racionalización de energía y agua. No requiere de una bomba de siete caballos de fuerza (como la trifásica del sistema de pozo) sino que opera con una bomba de un sólo caballo de fuerza. “Se trabaja únicamente con la energía necesaria”, dice Pérez. De hecho, con la instalación del sistema solar, las familias redujeron el consumo energético a la mitad.
Todas las tardes, los productores abren la llave de cada surco y el agua baja de los reservorios, regando los cultivos gracias a la gravedad. En veinte minutos toda la producción ha sido regada. En tiempos de escasez, Pérez cuenta que los reservorios les permitieron, además, tener agua para uso doméstico.
Ampliación de clientes
Con la producción garantizada, aparecía otra preocupación: ¿cómo venderla? A las familias agricultoras les preocupaba seguir atadas a las condiciones de los sistemas de venta tradicionales. Cada madrugada, decenas de camiones recorren el cinturón hortícola y en las puertas de las quintas cargan la mercadería que llevarán a ofrecer en los mercados de las grandes ciudades. “Es un sistema que no nos favorece debido a la falta de regulación de precios”, señala Pérez.
Los agricultores pensaron en maneras de acercar sus productos al público sin la presión de los intermediarios. Pérez recuerda la primera vez que llevaron su producción agroecológica a una feria: “Fuimos con las verduras de la parcela compartida donde probábamos todo lo que nos enseñaban. Vendimos bastante”.

El programa Resilientes potenció la venta directa en ferias y también trabajó en la implementación de una red de comercialización. En universidades y cooperativas aliadas se habilitaron lugares para vender bolsones con productos agroecológicos.
“Cada compañero de la asociación trae su producción y vamos armando los bolsones. En la pandemia llegamos a vender 3 200 bolsones por mes”, describe Pérez.
Un bolsón cuenta con seis kilos de verduras variadas. Antes de su preparación, los productores se capacitaron para mejorar las condiciones de inocuidad de los alimentos. Como parte del proyecto, se instaló mobiliario para el lavado de las hortalizas y se diseñaron envases retornables donde almacenar las verduras. De este modo se aseguró la trazabilidad de los productos.
Para Camila Gómez, jefa del INTA La Plata, era necesario trabajar en un esquema de comercialización distinto, que le dé sostenibilidad a la transición productiva. “En estos espacios de mercadeo local hay un mayor margen de ganancia y el consumidor compra bajo otros parámetros de calidad, no sólo lo visual como en el sistema tradicional”, apunta.
*Imagen principal: En la última década las familias fueron incorporando prácticas agroecológicas en sus cultivos. Foto: INTA Argentina.
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