- Apenas 700 ejemplares de cauquenes colorados sobreviven en el sur de Argentina y Chile. La caza durante el siglo XX y la pérdida de hábitat en el XXI los han colocado al borde de la extinción.
- Todos los inviernos, estas aves acuáticas migran más de 1300 kilómetros junto a sus congéneres —los cauquenes comunes y reales—, desde la Patagonia Austral hasta la provincia de Buenos Aires.
- Un santuario en la zona de invernación, un sitio dedicado a su conservación en el sector argentino de la isla de Tierra del Fuego y un centro de cría en Magallanes, Chile, son algunas de las estrategias de conservación puestas en marcha para salvar a la especie.
La foto es elocuente. Una mujer de la que solo se aprecia el rostro sonriente está acostada en el suelo. Su cuerpo está cubierto por una veintena de ejemplares de cauquenes, producto de una “exitosa” jornada de caza. Por fortuna, no se trata de una imagen actual sino de principios de este siglo, pero las consecuencias de aquella práctica, sumada a otras variadas razones, sí que pertenecen a la actualidad: el cauquén colorado (Chloephaga rubidiceps) es una de las aves más amenazadas en Argentina, tanto que está catalogada como En Peligro Crítico de Extinción en la lista local de animales en riesgo. Los últimos conteos reportan la supervivencia de no más de 700 ejemplares.
Otras dos especies de este género también se hallan en un estado preocupante: el cauquén común (Chloephaga picta) y el cabeza gris o real (Chloephaga poliocephala) aparecen como Amenazadas en dicha clasificación.
Cinco especies conforman el grupo de estas aves acuáticas endémicas de Sudamérica, de aspecto semejante a un ganso aunque biológicamente emparentadas con los patos. Tres de ellas, los cauquenes comunes, de cabeza gris y colorados comparten una característica: son migratorios. Los tres nidifican y se reproducen en la Patagonia Austral a ambos lados de la frontera argentino-chilena, y en abril-mayo viajan alrededor de 1300 kilómetros hacia el norte para pasar el invierno en puntos muy concretos del sur de la provincia de Buenos Aires —la mayoría— y el norte de Río Negro.
Con aproximadamente 50 centímetros de longitud y 2 kilos de peso, el colorado es el más pequeño de la estirpe. Debe su nombre a una cabeza pardo-rojiza cuyo color se va atenuando hacia la zona de la frente y la corona. El pico negro, el vientre gris cruzado por finas barras negras y las patas de tonalidad naranja completan su figura.
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La cifra de los escasos 700 individuos que sobreviven en el continente contrasta con la de 42 000 de una variante de cauquén colorado asentada de manera permanente en las Islas Malvinas, es decir, que no migran.
Análisis genéticos realizados por las ornitólogas Mariana Bulgarella y Cecilia Kopuchian, especialistas en biología evolutiva, han mostrado diferencias significativas que sugieren que se trataría de especies distintas (lo cual impediría repoblar con ejemplares malvineros la población continental-fueguina), pero se necesitarán nuevos estudios para confirmarlo.
Mientras tanto, y dado el tamaño de la población en el archipiélago, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) considera la especie como “de preocupación menor”, lo cual tiene consecuencias negativas en los planes de acción y manejo que deberían implementarse o estudios de impacto ambiental, además de dificultar la obtención de fondos para los trabajos de investigación y conservación de los individuos del continente que luchan por no extinguirse.
Una plaga a erradicar
En 1954, el ornitólogo norteamericano Peter Scott consideraba al cauquén colorado como “el más común entre los gansos en los alrededores de la estepa norte de la isla de Tierra del Fuego”. Lo ocurrido en las siete décadas siguientes fue una acumulación de sucesos que condujo a la especie a su triste actualidad: “La disminución de la población no se puede atribuir a una sola causa. Ha sido multifactorial”, resume Pablo Petracci, investigador especialista en conservación y manejo del Grupo Gekko en la Universidad Nacional del Sur. Aunque para encontrar el punto de partida quizás haya que retroceder veinte años más.
“En 1931 —relata Petracci— muchas sociedades rurales presionaron al Estado para que se declarase plaga a los cauquenes. Los productores decían que bajaban en los trigales cuando las espigas comenzaban a crecer, se comían los brotes y sus materias fecales quemaban el suelo”. Por entonces no había evidencia científica alguna, pero las autoridades accedieron a la solicitud. Más aún, se implementaron planes de control en los sitios de invernación, y de erradicación en los lugares de reproducción en la Patagonia.
Así comenzó una persecución sostenida que comprendió acciones tan variadas como la destrucción de huevos (medida que solo entre 1972 y 1974 alcanzó una cifra de 180 000), el envenenamiento o la caza indiscriminada. La medida más llamativa, en todo caso, fue la dispersión con aviones.
“En los años 80 y 90 muchos productores —nosotros nunca lo hicimos— optaban por llevarse los cauquenes al mar. Contrataban un par de aviones que levantaban las bandadas con el ruido de los motores y las iban arreando, aprovechando que aquí estamos a unos 30 kilómetros de la costa”, cuenta Carlos Pardo, dueño de El Tamarisco, el campo que su familia posee desde hace tres generaciones en el distrito de San Cayetano. “La actividad, aun cuando se declaró ilegal, siguió haciéndose hasta 2010, aunque además de ser peligrosa y costosa fuese inútil”, señala Petracci: “Los cauquenes son bichos robustos y acuáticos. Los empujaban hasta hacerlos bajar en el mar pero al poco tiempo volvían”.
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Zorros grises, el enemigo mortal
El segundo golpe de gracia a la salud de la especie en Argentina y Chile fue la introducción del zorro gris chico (Lycalopex griseus) en Tierra del Fuego. Nativos de las regiones pampeana y patagónica, los zorros fueron trasladados a la isla en 1951 con el objeto de controlar al invasor conejo europeo (Oryctolagus cuniculus), pero su presencia tuvo un efecto devastador sobre los “gansos magallánicos”.
Más tarde llegarían el sobrepastoreo por la cría de ganado ovino, la actividad petrolera y gasífera y la depredación por parte del visón americano (Neovison vison) para completar un cóctel al cual se suma ahora la instalación de parques eólicos a ambos lados de los Andes.
Con tantos peligros circundantes, el número de ejemplares fue descendiendo de manera dramática. En los años setenta, el naturalista Mauricio Rumboll fue el primero en alertar que la población de cauquenes —y especialmente del colorado— estaba en franca declinación. Desde entonces los conteos en el área de invernación han demostrado el empeoramiento de la situación. De una cifra de 36 000 individuos en 1976 se fue pasando a 16 000 en 1984; 8900 en 2007 y 6 419 en las campañas de 2014-2015. Así, no es extraño que el cauquén colorado haya sido incluido en el Apéndice I de la Convención sobre la Conservación de las Especies Migratorias de Animales Silvestres (CMS).
Una de las amenazas más graves, las escopetas de cazadores locales y extranjeros, fue desapareciendo a partir de 2007, cuando se prohibió dispararle a los cauquenes migratorios, primero en la provincia de Buenos Aires, y en todo el país cuatro años después. En aquel tiempo, el naturalista Hernán Ibáñez trabajaba en el área de fiscalización de lo que entonces era la Secretaría de Ambiente de la Nación. “La situación era caótica”, recuerda, “había distritos que tenían prohibida la caza del cauquén común y otras que no. Pero sucede que la hembra de esa especie es igual a un cauquén colorado, y a estas aves se les dispara en vuelo, donde es imposible identificar uno del otro. La única solución era la prohibición absoluta”.
La resistencia, como cabía esperar, fue muy alta. “Íbamos a algunos municipios y nos trataban como personas no gratas. Nos decían: ‘No los queremos acá, ustedes no quieren que vengan los cazadores y ellos nos dan propinas’. Y los dueños de las estancias hacían buenos negocios con los operadores de turismo”, continúa Ibáñez.
El arduo trabajo de concientización y diálogo a través de talleres consiguió modificar la mirada. “Hoy la visión ha cambiado por completo. La comunidad en general no quiere ni ver a los cazadores. Existe un compromiso y un conocimiento mucho más fino, y si un vecino ve que están cazando en el campo de al lado, llama a la policía y lo denuncia”, dice este naturalista que ahora prosigue su defensa de los cauquenes desde su puesto en la Fundación Félix Azara. En la actualidad, los problemas se han trasladado a las zonas de nidificación en la Patagonia.
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Dos parejas reproductoras en todo el país
Los vientos helados del extremo más austral del continente atraviesan la Estancia Cullen, en el noreste de Tierra del Fuego, un predio de 7800 hectáreas donde miles de ovejas se mueven en semilibertad. En su interior, un alambrado que restringe la entrada del ganado, zorros y visones encierra un pequeño espacio de 5.3 hectáreas en donde la vegetación es más alta. Solo algunas maquetas con fotos de cauquenes colorados decoran el solitario lugar. Se trata de un área de clausura creada especialmente para alentar la reproducción de la especie.
“En el país tenemos registrados apenas dos nidos activos de parejas reproductoras, uno en Santa Cruz y el otro en Estancia Cullen. No hay más. El resto está en Magallanes, Chile”, dice Pablo Petracci, impulsor de la idea de procurar al cauquén colorado un ámbito en donde afincarse y procrear.
La escasez de hábitats favorables es el principal factor de la baja tasa reproductiva que condiciona su futuro. Monógamas, las hembras ponen de 4 a 12 huevos una vez al año y sus pichones demoran unos 50 días en empezar a volar, un tiempo en el que caranchos, gaviotas cocineras, zorros, visones o peludos pueden depredar el nido. Para intentar evitarlo, las parejas buscan esas zonas con suficiente cobertura vegetal que prácticamente han desaparecido del paisaje patagónico austral.
“En general, la tasa de reproducción es alta en aves acuáticas como patos y gansos, pero siempre que el ambiente sea el adecuado, con marismas o humedales, y no se enfrenten a factores externos como los zorros grises o los visones. En caso contrario, la mayoría de los pichones no llegan a la adultez”, indica el naturalista chileno Ricardo Matus, director del Centro de Rehabilitación de Aves Leñadura (CRAL), situado en el área de Magallanes y un referente en la conservación de los cauquenes.
El CRAL, que nació como un centro de rehabilitación de aves, lleva adelante un programa de cría que comenzó en 2005 con el rescate de cuatro ejemplares de cauquenes colorados con lesiones que les impedía volar: “Los animales comenzaron a reproducirse en las jaulas de cautiverio. Decidimos dejar que los padres criaran a los pichones para después anillarlos y dejarlos en libertad”, relata Matus.
El abrupto descenso en el número de individuos y la dispersión a través de grandes extensiones de terreno añaden otra dificultad: los cauquenes colorados machos no encuentran fácilmente hembras con las que aparearse: “Hace unos años, cuando contábamos unos 700 individuos veíamos unas 25 parejas. Ahora ese número habrá bajado a la mitad”, resume Matus, quien fue uno de los artífices del Plan Binacional firmado por Argentina y Chile en 2013 para la planificación y ejecución de acciones conjuntas en pos de salvar a la especie.
El área de clausura de Cullen, por el momento, tampoco ha dado sus frutos: “Logramos regenerar el hábitat y el cauquén común ha vuelto a nidificar en el lugar, pero el colorado todavía no”, se lamenta Petracci.
Área vital para la conservación de aves
La situación es diferente en el área de invernación. Daniel Blanco, actual director de la Oficina Regional de Wetlands International en Argentina, comenzó a trabajar en San Cayetano, más específicamente en un sector que rodea el arroyo Cristiano Muerto, en 1999. “Empezamos haciendo monitoreos para delimitar la importancia del lugar para el cauquén colorado. Hicimos conteos sistemáticos todos los inviernos durante una década, observando en qué potreros estaban. Es un punto de concentración de las tres especies de cauquenes, pero para el colorado es un sitio único”, afirma Blanco.
Los datos recogidos sirvieron para establecer una “zona de alta densidad” de 13 000 hectáreas. El sitio, “de humedales, bañados y tierras bajas que forman un mosaico de campos de trigo y potreros con pasturas”, según lo describe Blanco, es hoy uno de los 23 pastizales del país que califican como Áreas de Importancia para la Conservación de las Aves (AICA). Y aunque el propio director de Wetlands Argentina afirme que “es muy difícil aseverar qué características concretas atraen a los cauquenes colorados”, lo que ocurre algunos kilómetros hacia el norte, donde sube el terreno y los cultivos son más uniformes, da una pista: “Allí estimamos que los animales no podrían cumplir con sus requerimientos diarios de alimentación y lugares para dormir, y prácticamente no bajan”.
El aeropuerto de Bahía Blanca, el más importante del suroeste bonaerense, es el principal punto de entrada de los cazadores extranjeros que todavía hoy arriban atraídos por la posibilidad de abatir cauquenes, en muchos casos sin saber que es una actividad prohibida y tendrán que hacerlo de manera clandestina. Para alertarlos se han colocado anuncios que explican la situación. “En un tiempo, incluso se organizaban reuniones con las autoridades de las embajadas de los países de donde procedían los cazadores para que les informaran de la prohibición”, recuerda Hernán Ibáñez.
En Tres Arroyos, ciudad ubicada 60 kilómetros al norte de la zona de alta densidad, se pintó un emblemático mural justo frente al predio donde tiene lugar cada año la Fiesta Nacional del Trigo, “y hace poco hemos logrado que una empresa molinera del sudeste de la provincia incluya en los contratos que firman con sus proveedores de granos una cláusula por la que se comprometen a no perseguir ni matar cauquenes”, señala Petracci.
La actividad más notoria, sin embargo, es el santuario creado en El Tamarisco, el campo de Carlos Pardo, a partir de una idea que surgió en una de las habituales visitas que Ibáñez y Petracci realizaban a la finca para contar ejemplares. “La mayoría de los cauquenes colorados que venían del sur paraban en nuestro campo. Un año ellos contaron 1 057 en toda el área, de los que 900 estaban acá, ahora están llegando muchos menos, no más de 400”, cuenta el dueño del establecimiento.
El lugar cuenta con un hide de madera para realizar fotografías y se ha convertido en punto de parada casi obligada para los observadores de aves que andan por la zona. “Vienen los chicos de la escuela de San Cayetano, pero también público de Mar del Plata o la ciudad de Buenos Aires. No cobramos entrada pero la gente deja colaboraciones que le entregamos a la escuela de Orense, un pueblo a 20 kilómetros”, relata Pardo.
Las aves anilladas por Ricardo Matus en la Patagonia chilena ya han sido vistas en El Tamarisco. El dato es un aporte al conocimiento de las rutas migratorias de los cauquenes que se complementa con algunos (pocos) estudios realizados con transmisores satelitales.
Estos trabajos permiten anticiparse al último escollo que están encontrando los cauquenes para sobrevivir. “En Magallanes ya hay muchos proyectos para producir hidrógeno verde, eso supone el asentamiento de enormes campos con molinos eólicos que serán un peligro para las aves migratorias”, indica Matus. “No conocemos con exactitud por dónde van y vienen las aves, pero sí que los nuevos aerogeneradores superan los 120 metros de altura y los cauquenes vuelan entre los 80 y los 100 metros por lo que el peligro de colisiones será cada vez más preocupante”, añade Pablo Petracci.
Si las escopetas de caza de antaño provocaban verdaderas masacres en una sola mañana, hoy las hélices de los molinos modernos causan víctimas de una en una, pero lo hacen sobre una población de tamaño mucho más reducido que hace 20, 50 o 90 años atrás. La cantidad y variedad de peligros que amenazan al cauquén colorado no dejan de crecer.
* Imagen principal: Cauquén colorado desplegando sus alas. Foto: Pablo Petracci.
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