- Luis Jiménez dirige Phynatura, una organización fundada en 2005 y que ha logrado la conservación de más de 150 000 hectáreas de bosque. También han conseguido que más de 200 familias abandonen la deforestación para agricultura extensiva, la cacería furtiva y la minería, para dedicarse al cultivo de árboles que dan frutos como la tonka (Dipteryx odorata) o la copaiba (Copaifera officinalis).
- Aunque enfrentan largos procesos de solicitud de permisos, Phynatura y las familias que apoya han conseguido exportar almendras de tonka y aceite de copaiba a empresas de perfume francesas.
Phynatura es una organización de la sociedad civil venezolana que lleva mas de 18 años dedicada a demostrar que es posible conservar ecosistemas y, al mismo tiempo, brindar alternativas económicas a la gente que habita en regiones que se distinguen por su biodiversidad.
Durante casi 20 años, la labor de esta organización ha sido crear alternativas productivas sostenibles para campesinos que deforestaban o practicaban la caza furtiva, y para mineros que quieren abandonar la actividad. Su trabajo se ha concentrado, sobre todo, en la cuenca baja del río Caura y, en general, en los estados Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro.
Las alternativas económicas que impulsa la organización incluyen la producción de frutos como la copaiba (Copaifera officinalis), la tonka (Dipteryx odorata), el copoazú (Theobroma grandiflorum), el azaí (Euterpe oleracea) y el cacao orgánico.
La organización también han trabajado con comunidades de artesanos indígenas del pueblo ye’kwana, apoyándolos con recursos para la elaboración de piezas ornamentales con fibras, semillas y madera.
Los logros hablan por sí solos. En 2009, en el Bajo Caura, estado Bolívar, Phynatura junto con las comunidades afrodescendientes de Aripao crearon un área de conservación comunitaria de 150 000 hectáreas —que funciona por acuerdo entre familias— y que forma parte del sistema de áreas protegidas naturales de Venezuela.
“En nuestra área de conservación, la tasa de deforestación se ha venido reduciendo. Frente a las más de 300 hectáreas anuales deforestadas antes, en nuestro monitoreo del año pasado solamente tuvimos 42”, dice Luis Jiménez, fundador de la organización.
Mongabay Latam habló con este ingeniero agrónomo que, antes del recrudecimiento de la crisis económica venezolana, trabajaba en la restauración de ecosistemas en empresas mineras. Su misión de defender los bosques de la deforestación lo llevó a fundar Phynatura. Una de sus principales estrategias ha sido facilitar a las comunidades afrovenezolanas e indígenas del Bajo Caura una transición a actividades económicas sostenibles.
—¿Cuál es el principal objetivo de Phynatura?
—Somos una organización de la sociedad civil sin fines de lucro dedicada a la conservación y uso sostenible de los recursos naturales. Nuestro principal proyecto es de desarrollo sostenible con comunidades indígenas y campesinas en la Guayana venezolana [ubicada al sureste del río Orinoco y que forma parte del Escudo guayanés que comparte con Guyana, Surinam, Guayana Francesa y Brasil]. Fundamos Phynatura en el año 2005 y hemos concentrado esfuerzos en el bajo Caura, donde ha habido afectaciones al medio ambiente por agricultura y minería.
La cuenca del Caura es muy importante en Venezuela, estamos hablando de cerca de cinco millones de hectáreas, de un río que tiene una longitud cercana a los 900 kilómetros y que cuenta con un caudal muy alto. Por lo tanto, tiene un potencial hidrológico importante como reserva de agua dulce.
—¿A qué se dedicaban los agricultores del Bajo Caura?
—Se dedicaban principalmente a la agricultura de subsistencia. Deforestaban cada año cerca de 300 hectáreas de bosque, porque también había presión para la adquisición de la tierra por parte de promotores de la agricultura extensiva. Ellos negociaban con las comunidades indígenas y campesinas para sembrar grandes cultivos, sobre todo de ocumo y de ñame [especies de tubérculos]. Esos cultivos tienen la particularidad de que, si son usados de manera extensiva, suelen agotar muy rápidamente los suelos del bioma amazónico.
—¿Dónde se consumían esos productos?
—Eran para el consumo nacional. El mayor demandante de esos tubérculos era Caracas y las ciudades principales del país. De esa zona [del Bajo Caura] salía al menos el 90 % del ocumo y ñame que se consume en Venezuela.
—¿Qué llevó a que los campesinos decidieran dejar la deforestación?
—Les demostramos cómo con otras alternativas económicas sostenibles se podían tener ingresos, inclusive muy superiores a las actividades de amenaza del medio ambiente que practicaban.
Es una cuestión de educación. La gente comienza a tener otra visión del bosque, no verlo como un estorbo, sino que también es una fuente de sostenimiento familiar. Empiezan a ver que si cortan un árbol, como la sarrapia, este solamente les da 200 dólares y necesitan otro árbol para obtener ese mismo dinero. En algún momento, los árboles se les acaban y se quedan sin dinero. Mientras que, sin talar ningún árbol, cada uno de esos árboles les va a dar esos 200 dólares al año. A largo plazo es más provechoso. Eso les hace ver que ellos y sus hijos pueden vivir de eso.
—¿Por qué se concentraron en trabajar con la tonka y la copaiba?
—Son dos frutos no maderables, es decir, que no requieren la tala. Los frutos se escogieron por un análisis de variables ambientales. La almendra de tonka nos la compra una empresa de perfumes francesa. La trabajan familias campesinas del pueblo afroscendiente Aripao y la comunidad indígena La Colonial, del pueblo piapoco, que llegaron desplazados del conflicto armado en Colombia y se ubicaron en el Bajo Caura.
El fruto de tonka, cuando está maduro, cae del árbol y luego hay un proceso de fermentación. Después va el pisado donde lo golpean con un martillo o piedra para extraer la almendra, que posteriormente pasa al proceso de secado. De ahí va a una bodega, para luego ingresar en los contenedores de exportación. La tonka se da una vez al año, entre enero y mayo.
—¿Y qué se hace con la copaiba?
—Se extrae su aceite. A la corteza del árbol se le hace una perforación pequeña de un diámetro máximo de una pulgada y una profundidad máxima de 50 centímetros. Se aprovecha ese aceite o resina y nos la compra la misma empresa perfumera. El aceite, además, tiene beneficios farmacéuticos pues es un poderoso cicatrizante, antiinflamatorio y antiséptico. Hay mucha competencia para vender a las perfumeras, porque las empresas prefieren el bálsamo de tolú de Honduras y Colombia, pero ese no cubre toda la demanda, por lo que se complementa con este producto venezolano.
La tonka de Venezuela, en cambio, es exclusiva y la demanda que no se cubre la suple Brasil con una especie menos preferida por la empresa. Son árboles tradicionales de la zona, están ahí hace tiempo.
—¿Qué tan fácil es obtener los permisos gubernamentales de venta de tonka y copaiba hacia el exterior?
—Puede llevar hasta nueve años tener los permisos.
—Ahora que las familias dejaron la deforestación, ¿dónde tienen sus cultivos y sus vacas?
—Los conucos (cultivos) están dentro de una fracción del terreno en el área de conservación [de 150 000 hectáreas]. Las vacas las tienen en pequeñas fincas fuera del área, aledañas a esta.
—Además de las 150 000 hectáreas que tiene el área de conservación comunitaria, ¿qué tanto bosque están ayudando a proteger?
—Con nuestros proyectos de sistemas agroforestales, aprovechamiento sostenible de productos no maderables y manejo sostenible de materias primas para artesanías, hemos contribuido en la conservación de cerca de 650 000 hectáreas en el Alto Caura y casi 150 000 en el Bajo Caura con los acuerdos de conservación comunitaria y suministro sostenible de tonka y copaiba en el área de conservación comunitaria que es reconocida por el Estado. Allí, la tasa de deforestación se ha venido reduciendo. Frente a las más de 300 hectáreas anuales deforestadas antes, en nuestro monitoreo del año pasado solamente tuvimos 42.
—¿Con cuántas familias han trabajado?
—Hemos interactuado con muchísimas familias en el Caura. Por ejemplo, actualmente estamos trabajando con 200 familias, pero hubo un momento en que llegamos a trabajar con 900. En el caso de las familias mineras es muy difícil que dejen la actividad, porque los ingresos económicos son muy altos y es imposible que una alternativa sostenible los iguale. Pero con los agricultores que deforestaban es más viable. También con los que practicaban la cacería furtiva y que ya dejaron de practicarla.
—¿También han trabajado con mineros?
—Sí, en una zona más hacia el este, en la frontera con Guyana. Es la zona de mayor potencial minero de Venezuela, la llamada zona minera del kilómetro 88.
—¿Cómo ha convencido a los mineros para que dejen el oficio?
—Les propongo una vida más sana y menos peligrosa, contraria a la del minero. Y les ofrecemos apoyo económico con el fondo de recursos para proyectos con la sarrapia (Dipteryx odorata) —el árbol que da la tonka— que les permite resolver sus necesidades inmediatas.
—¿Dónde más se practica la minería en la zona?
—En el Parque Nacional Caura, pero es totalmente ilegal porque es un área protegida. Caura fue declarado como parque nacional en el año 2017 para protegerlo de la amenaza de la minería que se ha fortalecido en todo Venezuela, luego de la creación del Arco Minero del Orinoco.
—Es común escuchar que existe una relación entre agricultura y minería en este parque nacional. ¿Es cierto?
—En este momento es así. El principal promotor de la expansión de la frontera agrícola es la minería. Son ellos quienes tienen el dinero y generan la demanda. Se habla de más de 12 000 mineros en el Caura.
—¿Qué otra área protegida tiene afectaciones por minería?
—El Parque Nacional Canaima, que es emblemático en el sentido de que tiene la cascada del Santo Ángel, el principal atractivo turístico internacional de Venezuela. Allí se habla de la presencia de más de 30 000 mineros. En el Parque Nacional Cerro de Yapacana se dice que hay más de 15 000.
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—Otro problema en la zona es la cacería, ¿a qué se debe el auge de esta actividad?
—Cuando comenzamos a trabajar en la cacería furtiva, esta era promovida por restaurantes especializados y había más de 60 familias dedicadas a esta actividad. En las ciudades muy pujantes como Ciudad Guayana, particularmente en sus sectores Puerto Ordaz y San Félix, funcionaban las empresas reductoras de aluminio, la industria siderúrgica. Entonces, la ciudad demandaba muchos alimentos. Muchos de los empleados y obreros de esas empresas venían del campo y por tradición comían carne de monte. Comían tapir (Tapirus terrestris), lapa (Cuniculus paca), entre otros.
Otra especie que cazaban era la tortuga arrau (Podocnemis expansa), que se enviaba antes a Asia para su consumo.
—¿Qué iniciativas vienen en camino?
—En el estado Amazonas, que es el otro que compone la Guayana venezolana y es un territorio multiétnico indígena, estamos proponiendo un acuerdo de conservación similar, con aprovechamiento sostenible de productos no maderables del bosque. Ya está definida un área de conservación de 197 000 hectáreas y estamos a la espera de las decisiones estatales permitan su creación, lo cual aún no tiene una fecha clara.
*Imagen principal: Almendra de sarrapia en manos de niño de Aripao, Aripao, Bajo Caura. Crédito: Luis Jimenez y Phynatura.
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