- Hace más de dos décadas, maestros, campesinos, amas de casa, mecánicos automotrices y otros pobladores de Juanacatlán, en el estado de Jalisco, crearon la asociación civil El Roble para tener más herramientas que les permitiera ser los guardianes de los bosques y los cerros que los rodean.
- Ni las amenazas, el hostigamiento, la ineficacia de las autoridades o la impunidad han logrado detener la misión de quienes integran El Roble. Gracias a su organización y la alianza que han realizado con otras asociaciones, han enfrentado incendios, caza furtiva y tala ilegal. Además, lograron detener la instalación de megaproyectos en su territorio.
Hace 35 años, una noche sofocante de abril, el maestro de biología y ciencias naturales Enrique Cárdenas vio arder El Papantón, un cerro de 1939 metros que domina el horizonte de la comunidad de Juanacatlán. Reunió a sus colegas, amigos, jornaleros, campesinos y familiares y subió con ellos a lo alto para detener la quema.
“Nuestra desilusión fue que mientras nosotros combatíamos el fuego, en otras áreas lo estaban provocando. Era el cuento de nunca acabar. Los mismos ejidatarios que se habían dividido las parcelas lo quemaban para cambiar el uso de suelo y plantar agave”, dice el profesor.
Esa primera experiencia entre las llamas marcó al maestro Enrique Cárdenas. Ahora, a sus 72 años, recuerda que a partir de esa noche de 1988 decidió organizarse con otros vecinos y luchar por conservar los bosques que rodean Juanacatlán, lugar donde vive. A su lucha se han unido 45 personas, muchas de ellas de origen indígena coca, que han logrado proteger 1600 hectáreas de bosques y detener la instalación de una termoeléctrica y un gasoducto que perjudicarían aún más el degradado ecosistema de esta región ubicada en el centro de Jalisco, al occidente de México.
Sofocar la quemazón para salvar al bosque
Juanacatlán está ubicado a 30 kilómetros de Guadalajara, la capital de Jalisco. Es un pequeño poblado con 30 855 habitantes que viven rodeados de montañas como El Papantón, El Molino, El Filo y El cerro Grande que resguardan bosques mesófilos y templados, con especies como el roble (Quercus pirenaica), encino (Quercus crassifolia), tabachín (Caesalpinia pulcherrima) y fresno (Fraxinus excelsior). Si uno camina por esos cerros también verá guamúchil (Pithecellobium dulce), campanilla (Pharbitis purpurea), mezquite (Prosopis), y huizache (Acacia farnesiana).
Parte de la población originaria de Juanacatlán tiene raíces indígenas coca, y los historiadores dicen que posiblemente se mezclaron con el pueblo náhuatl. Eso explicaría porqué Juanacatlán deriva del vocablo náhuatl “Xoconoxtle” o “Xonacatlan” que significa “lugar donde abundan las cebollas o lugar de cebollas”, pues en los campos y cerros de esta región existe una planta que parece una pequeña jícama o “cebollita”.
El maestro Enrique Cárdenas cuenta que el deterioro ambiental y los incendios en Juanacatlán comenzaron a finales de la década de los ochenta, cuando algunos de los comuneros de los seis ejidos que está dividido el municipio quemaban sus parcelas para cambiar el uso del suelo, o cuando vendían o traspasaban sus tierras a los productores de agave, quienes también hacían quemas para cosechar la cotizada planta con la que se produce el tequila.
Pedro de Anda, campesino de 79 años y amigo de Enrique Cárdenas desde la juventud, recuerda que en ese tiempo también sofocaban las quemazones provocadas por las guardarrayas que descuidaban los agricultores de frijol que vivían en la comunidad cercana de El Platanal. Además, denunciaban a los arrieros y taladores que se llevaban la madera o le prendían fuego al bosque para hacer leña y venderla como carbón.
Sus denuncias no eran atendidas, dice el maestro Enrique Cárdenas. “Pedíamos apoyo al Ayuntamiento para conservar los bosques, pero constantemente éramos rechazados”.
Un Roble para defender al bosque
Un 20 de julio de 2001, el maestro Enrique Cárdenas y otros pobladores de Juanacatlán tomaron una decisión vital. En asamblea, crearon la asociación civil El Roble. Eligieron el nombre de ese árbol por ser el más representativo de la región. ”Nuestra misión —recuerda el maestro Cárdenas— fue defender los bosques, porque nuestro territorio natural es principalmente forestal”.
La comunidad de Juanacatlán tiene una superficie de 141 kilómetros cuadrados con una cobertura de 20.5 % de bosques, 20.5 % de selvas y humedales, y 54.7 % destinada a la agricultura principalmente de maíz, trigo, sorgo, avena, agave, alfalfa y chía, de acuerdo con datos del Instituto de Información Estadística y Geográfica de Jalisco (IIEG).
En la asociación civil El Roble hoy participan 45 personas, de entre 23 y 79 años. Entre los miembros activos están María Tiburcia y Angelina Cárdenas, hermanas de Enrique Cárdenas, quienes también son maestras; los hermanos Remigio y Benito Gómez, maestros jubilados de la primaria de Juanacatlán; Antonio Huerta, experto en la reparación de automotores, y Pedro de Anda, campesino. Él es quien dirige la asociación.
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De manera gradual y constante, estos guardianes de Juanacatlán veían que cada año sus bosques se iban reduciendo. En el 2003, con la fiebre del agave, notaron que los árboles eran remplazados por plantaciones de Agave tequilana Weber variación Azul. La razón del cambio de uso de suelo fue económica: cada hectárea de agave vale tres veces más que una hectárea de maíz.
Alma Mancilla, ama de casa de 54 años y habitante de Juanacatlán, cuenta que a raíz de la siembra de agave dejó de ir al arroyo del cerro de El Saucillo, un espacio natural donde disfrutaba con su familia los días de campo. “Cada año, en tiempos de lluvias cuando el arroyo estaba crecido íbamos a comer, a jugar y a meternos al agua. Vi flotando en el arroyito botes de fumigantes y escurrir una sustancia parecida a la gasolina, y para pronto saqué a mis hijos, lo peor es que las vacas seguían tomando agua de ahí”.
A los bosques de Juanacatlán también entraron desarrolladores urbanos para construir caminos, cabañas turísticas y casas de campo. Al mismo tiempo aumentó en forma desmedida la cacería. “La cacería es algo muy ingrato”, dice Pedro de Anda, director de El Roble, “porque ahora en los cerros ya no se ven venados, ni pumas, ni jabalís”.
Remigio Gómez, maestro jubilado de 58 años, explica que para mitigar los daños a sus bosques se han organizado en grupos para hacer recorridos y distintas acciones. “Caminamos por lo menos 50 kilómetros al mes, y registramos los daños que dejan las quemazones y la tala. Ubicamos donde se hizo la extracción de piedras, arenas, minerales y madera; y la perforación de pozos profundos. También anotamos donde se extraen orquídeas y camote. Cuando hay incendios, salimos por las noches a sofocarlos cuando el fuego está menos intenso”, detalla.
Su hermano Benito Gómez cuenta: “Destruimos los refugios de los cazadores y los bebederos de agua que dejan como trampa para matar animales. Limpiamos las presas para que los animales silvestres puedan tomar agua”. Pedro de Anda dice que también siembran semillas de árboles endémicos, y pasando las lluvias revisan cuántas germinaron.
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Capacitarse como vigilantes ambientales
Al sentirse abandonados por las autoridades locales, a partir de 2001 los integrantes de El Roble decidieron presentar denuncias populares ante la a la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), dependencia federal encargada de vigilar el cumplimiento de las leyes ambientales.
En 2004, después de recibir constantes denuncias de los miembros de El Roble, funcionarios de la Profepa propusieron a los pobladores capacitarlos en el programa Comités de Vigilancia Ambiental Participativa (CVAP), que busca combatir los ilícitos ambientales a través de la vigilancia y protección realizada por comunidades que habitan en espacios naturales.
“Una persona de la Profepa vino aquí a Juanacatlán y nos habló de normas, reglamentos y leyes ambientales; profundizaron en temas forestales, de impacto ambiental y de vida silvestre. Nos indicaron cómo llenar reportes mensuales donde se anotaba el potrero visitado, la ubicación, los kilómetros recorridos, los delitos detectados, las incidencias y los daños a la flora y a la fauna”, explica el profesor Remigio Gómez.
Según la Profepa, los Comités de Vigilancia Ambiental Participativa son grupos organizados de personas comprometidas en el cuidado y defensa de los recursos naturales de su comunidad, las cuales manifiestan libremente su voluntad de participar en las actividades de vigilancia, prevención y presentación de denuncias. Son acreditados y capacitados por la misma Procuraduría.
De acuerdo con las estadísticas más actualizadas de ese organismo federal, en 2021, a nivel nacional capacitó a 1 129 personas en “Impacto Ambiental”. En la parte “Forestal” capacitó a 1142 personas sobre los cambios de uso de suelo y combate a la tala clandestina. En “Vida Silvestre” trabajó con 2095 personas en temas de cacería, tráfico y comercio ilegal de flora y fauna, faltas al trato digno y respetuoso de ejemplares de fauna silvestre, introducción de especies exóticas y fragmentación de hábitat por el crecimiento demográfico desordenado.
En Juanacatlán, la Profepa acreditó como vigilantes ambientales a 28 personas de El Roble a quienes les dio una credencial. Y en todo Jalisco, ese organismo federal capacitó a 917 personas desde el 2019 hasta marzo de 2023.
Desde el 2004, cuando fueron nombrados vigilantes ambientales, Pedro De Anda llevó cada año a la Profepa los reportes mensuales que hacían sus compañeros sobre cacería furtiva, ejidos y potreros quemados, las coordenadas de los cerros talados, y la flora y fauna dañada, a fin de que ese organismo gubernamental acudiera a revisar y, en caso necesario, proceder con multas, clausura o 36 horas de arresto administrativo.
En 2020 y a raíz de la pandemia del COVID-19, Pedro de Anda encontró las oficinas de Profepa cerradas y por ello, las 28 personas de El Roble ya no entregan los reportes descriptivos sobre el daño ambiental. Tampoco tuvieron capacitación, ni les dieron la acreditación como vigilantes ambientales, pero sí continuaron presentando denuncias.
Abandono estatal y amenazas
Aunque la Profepa tiene conocimiento del deterioro no ha hecho lo suficiente para proteger el medio ambiente, explica el profesor Enrique Cárdenas. “Hace algunas amonestaciones por oficio, es decir, regaña a la gente por escrito, pero esas amonestaciones no han frenado de manera definitiva los incendios y la tala. Acudimos a ellos por la necesidad de denunciar el deterioro que vemos”.
Un ejemplo del deterioro ambiental es El Papantón o “Lugar de las Mariposas”, pues de acuerdo con Rubén López abogado y arborista, en 45 años ese cerro perdió 12.1 kilómetros cuadrados de bosque, lo que representa 1466 canchas de futbol.
En 2016, en venganza a las denuncias que había presentado el director de El Roble, los cazadores furtivos, taladores y quienes siembran cultivos ilegales quemaron, con agroquímicos, la parcela que tiene prestada para cosechar su milpa. No solo eso, De Anda narra que incendiaron el lugar donde estaban sus colmenas, y dispararon a la puerta de la casa donde vive su hermano Miguel, quien también es parte de El Roble. Un año después, en 2017, lo trataron de arrollar con un automóvil, y le dijeron que por 30 000 pesos podrían asesinarlo. En los primeros días de marzo de este 2023, al aljibe del terreno donde tiene su milpa le pusieron aceite.
También en 2021, cuando 30 integrantes de El Roble subieron a El Papantón para detener la maquinaría que talaba decenas de árboles, un ejidatario les indicó que seguiría talando pues tenía dinero, abogados y armas.
El maestro Cárdenas también cuenta que prefirieron no denunciar los delitos y las amenazas que sufrieron los miembros de El Roble por la desconfianza que tienen a las autoridades y por la impunidad que impera en el país. “A veces uno pierde la esperanza”, dice el profesor Remigio. “Pero nuestra presencia en las áreas naturales ha logrado inhibir la caza furtiva, los incendios y las tala. Quienes andan haciendo maldades o deteriorando el medio ambiente se la piensan dos veces porque andamos tras de ellos. Además, la presión que ejercemos obliga a las autoridades a veces a ir y actuar”.
Convencer de la importancia de conservar
“Nuestros ancestros nos inculcaron el amor a la tierra por eso la defendemos. Nuestros padres nunca pensaron en vender o repartir las parcelas como lucro, y nosotros seguimos sus pasos”, dice Angelina Cárdenas, maestra jubilada de 66 años.
Angelina nació el 18 de marzo de 1957 en el ejido Ex Hacienda de Zapotlanejo, el más grande de Juanacatlán. Ella creció entre bosques, milpas y las vacas que cuidaba con mucho amor su padre Ascensión. Fue la primera mujer comisaria de ese ejido, donde viven 918 personas y donde 30 ejidatarios tienen participación en la asamblea.
En su periodo como comisaria, de junio de 2019 a junio de 2022, y con apoyo de hermanos —la maestra María Tiburcia, el profesor Enrique Cárdenas— y de sus compañeros de El Roble convencieron por medio de la palabra a cazadores, ganaderos, taladores, carboneros y comuneros de la importancia de conservar sus recursos naturales. A otros los comprometieron, por medio de cartas firmadas, a respetar el ejido.
El Ex Hacienda de Zapotlanejo tiene 900 hectáreas de sembradíos y 1600 de área común donde está el bosque El Taray, y el área natural de “La Peña y La Mina”. En los tres años que Angelina fue comisaria no se registraron árboles talados, ni incendios en esas 1600 hectáreas. Solo en 2020 documentaron un fuego intencionado para hacer leña para el carbón, y en 2022 una quema que venía del municipio de Zapotlán el Rey.
Unir fuerzas para detener a una termoeléctrica
En enero de 2020, lograron suspender la operación de la termoeléctrica La Charrería que se instalaría en 25 hectáreas de Juanacatlán y un gasoducto de 326 kilómetros de longitud que alimentaría ese macroproyecto. Este logro fue posible por la unión que hicieron con la organización civil Un Salto de Vida, colectivo que trabaja por la defensa del territorio en el municipio de El Salto, que se encuentra a dos kilómetros de Juanacatlán.
Un Salto de Vida se constituyó en diciembre de 2005. Actualmente tiene 30 miembros activos que han destacado por sus denuncias de los delitos ambientales cometidos en los territorios de El Salto y Juanacatlán. Ambos municipios están unidos por el río Santiago, el más contaminado del país que fluye a cielo abierto por las calles de esas dos poblaciones, un afluente que desprende un fétido y nauseabundo olor, y una espuma blanca como nieve producto de la contaminación.
Desde hace más de una década, Un Salto de Vida ha exigido el saneamiento del río Santiago, que se impida la sobreexplotación de acuíferos y que se castigue a los responsables de la contaminación. Ha demostrado la inoperancia de las plantas de tratamiento, ha mostrado el aumento de las enfermedades renales que sufre la población asentada cerca del río y ha señalado a las empresas sucias. Por ello, los integrantes de la organización también han sufrido amenazas y hostigamiento.
Alan Carmona, economista, estudiante de la maestría en ecología política y alternativas al desarrollo y quien desde hace 10 años es miembro de Un Salto de Vida, explica que la lucha por detener la termoeléctrica comenzó en enero de 2019.
La termoeléctrica se instalaría en Juanacatlán, principalmente en el rancho privado San Luis Charolais. Abarcaría, además, una pequeña área del ejido La Guadalupe, y del ejido Ex Hacienda de Juanacatlán donde atravesarían las líneas de alta tensión necesarias para conectarse al sistema eléctrico nacional. La mayor parte del gasoducto cruzaría por el ejido de Juanacatlán, explica Carmona.
La inversión del proyecto estaba contemplada en 800 millones de dólares y era promovido por la empresa española Fisterra Energy, con financiamiento del corporativo estadounidense Blackstone Energy Group.
Alan Carmona recuerda que durante los primeros meses del 2019 se encargaron de reunir información y pedir apoyo a especialistas ambientales, a expertos en salud y a abogados para entender a profundidad las consecuencias de la instalación de esos megaproyectos.
En julio y agosto de ese año visitaron cada casa, cada plaza y cada rancho de los ejidos de La Guadalupe, Juanacatlán y Ex Hacienda de Zapotlanejo, así como las localidades cercanas para repartir folletos y difundir información sobre las afectaciones ambientales, pues la operación de la termoeléctrica implicaba cambios de uso de suelo, aumento en la temperatura y la necesidad de agua limpia para enfriar y hacer trabajar a las turbinas, agua que no tienen las comunidades de la región.
Angelina Cárdenas, que en ese tiempo era comisaria del ejido de Ex Hacienda de Zapotlanejo, aguantaba la presión de algunos ejidatarios que querían obligarla a firmar a favor de la instalación de esas obras. “Visité desde un principio a los ejidatarios para comunicarles de los problemas ambientales, y unos sí se preocuparon, otros estaban más interesados en los 70 000 pesos que les había prometido la empresa. Les habían dicho que ya instalada la termoeléctrica serían 800 000 pesos. Mi postura fue de no firmar. Les dije, ‘me quito de mi cargo si ustedes quieren perjudicar el medio ambiente y nuestra salud’. Y a mediados de 2019 cuando fue la asamblea, la mayoría rechazó el proyecto”, recuerda.
Como contraataque, Finisterra Energy, encargada de la termoeléctrica, se instaló en la plaza pública de Juanacatlán y ofreció clases de inglés, danza y computación gratuitas.
Alan Carmona recuerda que entregaron más de 3000 firmas al Ayuntamiento como rechazo a la termoeléctrica y al gasoducto. Hicieron además tres grandes movilizaciones en las calles y en la plaza de Juanacatlán y exhibieron a la empresa Finisterra con el dato de que solo daría 34 empleos. Impulsaron el Programa de Ordenamiento Ecológico Local (POEL), que no existía en Juanacatlán, y lograron en consulta pública la prohibición de infraestructura regional e industria de alto riesgo, es decir, termoeléctricas y gasoductos.
El reconocimiento como pueblo originario
Para tener voz y voto ante las autoridades, Un Salto de Vida y El Roble formaron, en julio de 2019, el Consejo Indígena de Xonocotlán (Juanacatlán). Hoy buscan acreditarse legalmente como pueblo originario coca.
Esa acreditación es primordial para la defensa de los territorios, ya que el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo establece que los pueblos indígenas tienen derecho a la consulta previa, libre e informada sobre los macroproyectos que se instalaran en sus comunidades a fin de tomar medidas e influir en las decisiones del Estado.
A finales de 2022, presentaron cuatro amparos a distintos juzgados y señalaron a 25 autoridades responsables por la aprobación de la termoeléctrica que afectaría a su ambiente, territorio, cultura e identidad como comunidad originaria. Les concedieron la suspensión mientras dura el juicio.
“En ese momento se están desahogando las pruebas periciales que entregamos al juez sobre salud ambiental, topografía, antropología y cartografía”, explica Carmona, quien espera que en este año 2023 se logré la suspensión definitiva de los megaproyectos.
Los guardianes del bosque de Juanacatlán, María Tiburcia Cárdenas y Antonio Huerta dicen que denunciar, vincularse con expertos y unirse con otras organizaciones los han fortalecido; que su motivación es el amor que le inculcaron sus ancestros y su esperanza, que las próximas generaciones disfruten de la naturaleza.
El maestro Remigio Gómez mira hacia el cerro El Papantón cuando dice: “Mientras viva voy a seguir luchando lo que más se pueda”.
* Imagen principal: Mujeres defensoras del bosque de Juanacatlán. Foto: María Tiburcia Cárdenas.
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