Villa Catalina de Puerto Rosario es el nombre del resguardo indígena que bordea el río Mecaya, en el centro del departamento del Putumayo, y muy cerca de la frontera sur de Colombia. Son 68 000 hectáreas de selva milenaria de los indígenas del pueblo inga que se caen a pedazos debido a la deforestación y a la contaminación causada por la exploración y explotación petrolera.El territorio está traslapado en cien por ciento por bloques petroleros, según los análisis geográficos hechos por Mongabay Latam.En el resguardo hay un pozo petrolero abandonado considerado un “impacto no resuelto”, que es la denominación que usa el Estado para los daños ambientales causados por esta industria extractiva. Hace 23 años, una comunidad de indígenas inga en la Amazonia colombiana logró que el Estado le reconociera la propiedad de un pedazo del territorio heredado por sus ancestros y que se extiende a lo largo de 68 000 hectáreas de selva. Con ello creyeron cumplir su misión, la de proteger esas tierras en el departamento del Putumayo, para preservar su riqueza natural, cultural y espiritual. Hoy, sin embargo, los habitantes del resguardo indígena de Villa Catalina de Puerto Rosario no han podido conocer las tierras por las que tanto lucharon. La devastación avanza inevitablemente y aseguran que sus pedidos de ayuda no son escuchados. Desde hace un tiempo, colonos conocidos en la región como “los caqueteños” han ocupado y talado miles de hectáreas de selva dentro de su territorio, para transformarlas en potreros donde introducen ganado o en extensas áreas donde siembran cultivos legales e ilegales. Se reparten una porción de las tierras con los proyectos de extracción petrolera que han sido señalados por años —desde antes que se creara el resguardo— de afectar los ecosistemas y recursos naturales. Todo esto, en medio de la amenaza permanente del recrudecimiento del conflicto armado interno. Amable Mojojoy Jamioy, abuelo fundador del resguardo inga de Villa Catalina del Rosario.Foto: Natalia Pedraza Bravo Según la Defensoría del Pueblo, la situación actual de orden público en el resguardo hace que líderes y lideresas indígenas “vean restringidas las posibilidades de ejercer su autonomía y gobierno propio, debido al ingreso de actores armados a sus territorios y a la imposición de pautas de comportamiento que van en contravía de sus usos y costumbres, incrementando riesgos de extinción física y cultural”. La comunidad apenas puede asomarse a una pequeña porción del territorio, donde construyeron una casa de gobierno y hay unas 15 familias asentadas. El resto es su tierra, pero solo en el papel porque allí no pueden entrar. No es un escenario apacible, pero eso no detiene a los inga. Siguen defendiendo su territorio y tradiciones ancestrales, mientras esperan que las entidades estatales tomen medidas para preservar su patrimonio, y así garantizar que las generaciones futuras puedan disfrutar del legado de sus antepasados. La defensa interminable del territorio Después de un viaje de 45 minutos en moto, por una vía sin pavimentar desde Puerto Guzmán, en el departamento de Putumayo, se avista la casa cabildo de la comunidad inga del resguardo Villa Catalina de Puerto Rosario. Olga López, la gobernadora del resguardo, el abuelo Amable Mojojoy Jamioy y al menos 10 personas de la comunidad entre hombres, mujeres y niños reciben a los visitantes. Le dicen casa, aunque es más un lugar de encuentro que cuenta con tres salones, baños, una cancha de fútbol y una chagra (parcela) donde siembran yuca, plátano y otros alimentos y plantas tradicionales. La gobernadora da la bienvenida oficial, sólo como preámbulo a la voz del abuelo Amable Mojojoy Jamioy, un hombre de 75 años que relata de memoria la historia del territorio que él mismo ayudó a fundar. En 1948 la familia del abuelo se asentó en un punto donde aún había selva virgen y al que llamaron La Kutanga (palabra en idioma Inga que significa: utensilio de piedra en forma de luna para triturar los alimentos), a la orilla del río Caquetá. Allí encontraron un espacio ideal para vivir. Había caza, pesca, plantas de uso medicinal y frutos. Echaron raíces y, según cuenta el abuelo, otras familias de su comunidad llegaron y ayudaron a poblar la zona en medio de muchas necesidades. “No había motores para transportarnos, era difícil sacar cualquier cosa para vender, así que todo lo que se daba era para comer y para compartir con los vecinos que iban llegando poco a poco”, recuerda. Él, que ya era mayor y había ido a la escuela, empezó a buscar soluciones para mejorar la calidad de vida de su comunidad y para ello se unió a las organizaciones indígenas que se estaban gestando en medio de las selvas del Putumayo. Se hizo miembro de la Organización Zonal Indígena del Putumayo (OZIP) y aún hoy recita de memoria el lema que construyeron para basar en él todos sus proyectos: “Unidad, tierra, cultura y autonomía”. Esos cuatro pilares se volvieron su objetivo personal y por eso la primera tarea que se propuso fue construir una vía de acceso al resguardo. Seis años les tomó a las comunidades y a él, que encabezaba el equipo de trabajo, conseguirlo. Ese tramo de carretera llegaba hasta el territorio ancestral La Kutanga, donde crecieron él y sus hermanos, así que cuando se convirtió en vereda y en homenaje a su madre, le cambiaron el nombre a “Puerto Rosario”.